lunes, 14 de noviembre de 2011

Una vida extraordinaria



Fumando ese cigarrillo que nunca terminó de dejar, camina, ya no pensando en el futuro, demasiado tarde para seguir en lo mismo, sino recordando ese derrotero que lo llevó hasta allí, ese remolino de decisiones, azares ante sus ojos, aunque todo azar tiene su causa (si se quiere); como un observador objetivo y concluyendo que contra toda lógica era inevitable, lo traía escrito directamente en los genes, o en el alma. Ese destino que quiso que no hubiera una mujer como él hubiese deseado realmente, pero que sí quiso que pudiera conocer la India. Una vida que dejó que se transformara en lo que él no era desde un principio, para bien o para mal, y ya no importa.
Ese conjunto de pequeñas cosas extraordinarias que le ocurrieron no lo hacía una persona extraordinaria. Solo sufrió y disfrutó como lo puede hacer cualquier persona. Ya no se lamentaba por sus oportunidades perdidas. Caminaba por una vereda en esa noche tranquila, con rumbo incierto, pero no saliéndose de los límites que su cordura le establecía. No como esos momentos en que tomaba decisiones a la ligera y rozando la demencia (sólo apenas) y que ya recodaba como si sólo lo hubiese soñado. A pesar que incluso estuvo en peligro nunca le pasó nada serio. A veces pensaba que tenía una especie de ángel de la guarda, pero eso era antes. Ahora pensaba que las cosas sólo habían sido así.
Algunas personas estaban en la calle. Algunas lo miraban. A nadie le importaba. Y él sólo se preocupó por el lugar a donde arrojaría la colilla del cigarrillo. Y sólo por un instante.
Tantas personas pasaron por su vida o tal vez por la vida de tantas personas se cruzó él. Sin duda muchas lo recordaban, como él las recordaba.
Pensó en que podía hacer algo que le diera un giro brusco a su existencia (como tantas veces imagino, incluso intentó) pero también eso era parte de su personalidad y ya no podía cambiarlo.
Seguía caminando, alejándose (¿de dónde?). Las luces estaban quedando atrás y vio que ya podría ser peligroso. Resolvió volver sobre sus pasos. Así lo hizo, decisión prudente. Pero unas personas salieron a su encuentro donde aun estaba oscuro. Un arma, la billetera. No se resistió, quería seguir vivo, pero la bala llegó igual.
Quien lo hubiera dicho. Allí, desangrándose en la vereda y su alma escapándose al infinito. Un final vulgar para una vida para nada sorprendente. Ahora sólo sería un pequeño recuadro en la sección de policiales de algún diario cualquiera. Un pequeño recuerdo en la mente de alguien.
Pero sus ojos estaban tranquilos mientras su vida se iba diluyendo. Su último pensamiento fue el recuerdo de una frase que una vez dijo mientras meditaba con una cerveza y un cigarrillo, junto a unos amigos en una vieja vereda hace muchos años. ¿Cuál era el verdadero objetivo de su existencia?: “Sólo deseo morir en paz”. 
Y la comprensión de ese último pensamiento fue, realmente, lo más extraordinario que hizo en toda su vida.



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