jueves, 16 de diciembre de 2010

El Último


I

            Regresa a mí esa noche de agosto en la que, después de que todos se fueron, me quedé charlando con Darío mientras nos tomábamos lo que nos quedaba del vino. Ahí me dijo que había visto el Cielo y el Infierno.
             Y también este mundo, pero de una manera diferente. Tal cual es en realidad.
            Sostenía el cigarrillo gastado frente al rostro mientras el humo se enmarañaba alrededor del único foco que colgaba del techo. Le dio una pitada. Yo tomé otro sorbo de vino.
             Habíamos fumado,- me dijo haciendo el gesto con el pulgar y el índice cerca de la boca- y me quedé colgado con eso.
            – ¿Fumado?- dije.
            – Faso… marihuana.- me dijo mirándome con un brillo de desprecio.
            La pregunta se me había escapado antes de que pudiera darme cuenta y el tono de su respuesta me había ofendido. Yo no fumaba esas boludeces, pero tampoco era un pelotudo.
 ¿Y que onda el Infierno?- le pregunté con sarcasmo, pero a él pareció no importarle.
 Es una cagada. Después de haber visto el Cielo tuve un flash que habrá durado dos segundos, pero fue suficiente. Sentí en carne propia lo que debe sentir un condenado. Parecía como si estuviera explotando una bomba atómica, era como si me atravesara radiación solar pura. Y había un demonio que me desgarraba entero y después me tiraba al piso y me ponía la pata encima de la cabeza. Me acuerdo que no había nada alrededor excepto el piso y el demonio. Me acuerdo bien del piso. Era como de baldosas octogonales, grandes, rojas en el centro y se iban haciendo más oscuras en los bordes… no, al revés, eran oscuras en el centro y se iban haciendo más rojas hacia fuera, como si fuera un piso de lava. Loco, no sabés lo que era ese sufrimiento, no podías ni gritar de lo intenso que era, y no paraba, nunca, para toda la eternidad.
Me quedé mirándole en silencio. A esa altura de la noche me costaba focalizar. No sabía si me estaba jodiendo o me hablaba en serio.
– Che, ¿no habrá sido un sueño? O estabas muy para atrás.
– No, loco. Cuando estás fumado flasheás, pero seguís razonando. Yo no me como cualquiera. Estas boludeces no te pasan sólo por estar fumado, fue algo más. Yo creo que cuando uno tiene alguna aptitud, o algún sentido más incrementado, el faso como que le da un empujecito y podés ver algo que la gente normal no ve. Yo creo que lo que vi fue cierto. Viejo, ¡era real, real! Yo no me como ninguna- concluyó mientras masacraba un palito salado con las muelas.
-Che, ¿vos has leído alguna vez a Castaneda?- me preguntó.
-No, pero me han contado sobre lo que escribe. Algo así como que el loco ve dimensiones distintas, ¿no?
-Mas o menos. Está bueno, tenés que leerlo. Ahí vas a entender lo que me pasó a mí. La diferencia es que el loco no cree en Dios, ni en el Infierno. Yo, después de lo que vi, ahora sí creo.
– Che, ¿y los duendes? ¿Ves duendes?
– Buena, che, yo te estoy contando de huevo, loco.
– ¡Ah! ¡Claro! ¡Todo bien con los demonios y el Infierno, pero los duendes no, esas son boludeces!
– Loco, yo no descarto que no existan, puede ser- me dijo encogiéndose de hombros y dando por satisfecha una pregunta fastidiosa y fuera de contexto. Ahora simplemente quería dejar que se explayara en su historia sin discutirle, pues ya no me importaba una chota.
– Che, ¿y el Cielo, que onda?
Se me quedó mirando como sopesando la situación, y tal vez alguna futura burla. Se prendió otro pucho.
– El Cielo es increíble. Es re-grosso, no sabés. Flotaba en el aire, sostenido por la luz que manaba de un núcleo, como un sol, pero no tan redondo. Y no encandilaba nada. Y se sentía algo especial, como algo bueno y emocionante. Inspiraba pasión, que se yo, amor. Había otras almas flotando y todas miraban  con adoración a la luz. Era un éxtasis permanente. No deseás nada más, te aseguro. La sensación es increíble.
– Ah…- dije mirando el reflejo del foco en el vino de mi vaso.
 A este mundo lo vi como dice Castaneda. La gente eran huevos luminosos de energía en una maraña de hilos de luz que salían de cada huevo y se pegaban a otro. Pero ese flash me duro muy poco, como un pestañeo.
– Bueno- dije acabando de un sorbo el culo de vino que me quedaba.- Me voy, che. Darío –le extendí mi mano para saludarlo-, seguimos la conversación cuando nos juntemos en otro momento.
 Dale, che. Pará, que te abro el portón. –Me acompañó hasta el patio mientras buscaba la llave en el bolsillo y me abrió.- Cuidate, viejo.
Ya en la vereda, con mi bicicleta a la par, lo saludé de nuevo.
– Dale, nos vemos.
Salí pedaleando hacia la penumbra de la calle. En un instante ya estaba en la avenida yendo para mi casa. Algunas pocas personas caminaban abrigadas por las veredas rotas volviendo a sus hogares. Otras saliendo hacia el trabajo. Los perros le aullaban a la luna recortada por los cables de televisión. Logré disimular un escalofrío al agarrar justo un bache. Que jodido frío, y que feo sentir como que algo te observa. Como que algo conoce tu destino y espera. Algo nos va a pasar y nos va a matar, y después, no sé. No creo en nada y eso es malo. Y no sé que esperar, que hacer. Tenía las manos entumecidas y me dolían, y me alegraba de sentirlo. Sentir es estar vivo, sabiendo lo que es y ser conciente de ello. ¡Ay! ¿Y después? ¿Y después, Darío? ¡Carajo, que fea sensación! ¿Qué viste Darío? Claro, pensaba que la seguridad es para los tontos y siempre ponía mis dudas en todo. Pero que felices los que creen, que tranquilo Darío. Se fuma un faso y se olvida. Disfruta.
Subí a la vereda por el puente del vecino. Tenía las manos muy heladas y tardé demasiado en buscar la llave en el bolsillo. La saqué por fin y abrí la puerta del corredor que da al patio. Metí la bici y traté de cerrar rapidito para dejar afuera a esos ojos escrutadores, pero una mirada escalofriante se coló a tiempo y me sacudió entero. En minutos ya estaba en la seguridad del sobre calentito.
¡Ay, que feo tener miedo! Y encima no saber bien a qué. ¡Qué bajón morirse! Este era un pensamiento cada vez más frecuente a lo largo de los años. Había perdido esa manera de ver a la muerte de una manera más gloriosa y sin temor, eso de dar la vida por algo me parecía absurdo, como cambiar todo por nada. Después de la muerte, nada. Me consideraba un cagón y me indignaba, pero la vida está buena y no quisiera perderla, pero nos vamos a morir de todos modos.
Pasada una semana  de la conversación con Darío ya me encontraba casi paranoico. Y era la idea del infierno, eso era peor que la Nada, la no existencia. Rogaba por una prueba verdadera de que hay algo detrás de la muerte. Hay muchas historias de fantasmas, aparecidos, luces malas, brujería, tratos con el diablo, las apariciones de la virgen, los milagros; pero quería verlo por mi mismo. Peor que morirse es morirse e ir al infierno, pero no me pintaba hacer vida de evangelista.

II

Esa noche tocaba Kapanga en el Ferro Urbanístico. Cerraban un festival de rock con varias bandas locales. Iban a ir todos, yo también. Nos juntamos en la casa de Nacho para hacer la previa y después nos mandábamos. Nos tomamos varias cervezas y llegamos al recital, donde se había montado un gran operativo policial. Botones por todos lados, cacheo, quita de encendedores y adentro, a la multitud parada con cuellos estirados. Cerca del escenario se había formado un pogo enorme y turbulento, remeras negras y cueros transpirados. Mucho agite. Nos encontramos con Darío. Le pregunté, al principio envalentonado y luego con timidez, si tenía un faso. Él ni se inmutó, ni comentó nada respecto que yo no fumaba, ni nunca había fumado. Como si fuera un convencional compañero de locuras, me dijo sin mirarme:
 Creo que el Flaco tiene.
El Flaco estaba cerca y fui a saludarlo. Conversamos un poco, nos cagamos de risa un rato y le pregunté si había metido marihuana. Pues bien, sí, pero no tenía encendedor. No me fue muy difícil encontrar uno y, protegido por toda la multitud, di mi primera pitada.
Miré alrededor esperando alguna reacción de la droga. Estaba tenso, muy nervioso. La marea de cuerpos continuaba con su movimiento frenético, las luces del escenario se encendían y se apagaban con muchos colores y se dirigían hacia todos lados. El mundo parecía normal pero yo estaba tieso y expectante.
De pronto todo se hizo confuso y el panorama tomó colores monocromáticos. Sólo una figura resaltaba entre todos, con matices más radiantes: una chica se movía entre el público. Era bajita y rara. Se aproximaba hacia mí con gesto de curiosidad, más el asombro me lo llevé yo al notar que iba acompañada por una cosa a modo de mascota que sólo puedo describir como un robot industrial. Al estar más cerca descubrí que ella también poseía rasgos robóticos horribles. Con ojos encendidos, sádicos y a la vez aterradoramente  fríos, avizores, mecánicos, no me quitaba la mirada de encima. En un instante excesivamente rápido para mi memoria lenta, me encontré encadenado y arrastrado entre la gente. No muy lejos vi el destino que me esperaba: una gran boca surgida del suelo, una cueva iluminada con el calor de sus entrañas. Sin que nadie nos prestara atención nos adentramos a través de un camino sinuoso con suaves escalones negros entallados -como si fuera cera derretida- por lavas almohadilladas. Sólo pude pensar en una larga garganta retorcida reptando hacia un estómago ardiente.
Me contorsionaba y trataba de gritar, o eso me parecía. No emitía sonido alguno y recuerdo, en parte, caminar mansamente como hipnotizado. Como dentro de un carro prisión, sacando mis brazos inútilmente a través de las rejas, se contenía mi espanto, mi furia, mi pavor, debatiéndome en un espacio reducido y mugriento. En eso vi como el cuerpo de mi apresadora comenzaba a hincharse, y se inflaba más a medida que nos acercábamos hacia la fuente del calor y del tormento. En un momento su masa mineral había engordado tanto que amenazaba con liberarse de las sujeciones metálicas que le daban la figura humana. Finalmente, transformada en una horripilante bola de lodo mezclado con brea, me condujo hacia el final del túnel. Se abría allí una inconmensurable sala cuyos límites, comencé a apreciar, eran sólo de oscuridad. Y ahí vi la bestia.
La divisé entera y también por partes. Su abrumadora figura parecía construida de material gris con castaño, como metal herrumbrado con piedra caliza, liso en su conjunto y áspero en los detalles. Un rostro mecánico como podría ser sólo en el infierno, la coronaba sin expresión pero con un halo de maldad infinita, con sus ojos como un ejemplo perfecto de ello, ocultos en las sombras de tantas formas retorcidas; un rostro muy pequeño entre la inmensa mole de su cuerpo. Me recordaba a uno de esos gigantescos animales marinos fijos en los sedimentos pelágicos de los abismos, tal vez como una anémona modelada por laberintos de hierro, agujeros sucios, tubos y trampas mortales, hojas corroídas y filosas. Y allí, adentro, atrapados en ajustados y retorcidos nichos, vehementemente atormentados, miles, millones de almas perdidas. Carne mezclada con acero, así era este gigantesco gólem, el demonio más grande del infierno. Satanás tal vez, rígido y enclavado allí. Una furibunda crueldad de tonos graves, una perversidad estática y espesa. Una bestia estúpida, o tal vez sobrepasando en forma absoluta mi entendimiento sobre la esencia de la maldad. Su tamaño lo hacía omnipresente en el infierno. A su alrededor bullían muchos otros diablos como chispas en la hoguera y penetraban maliciosos en sus entrañas para regodearse con las víctimas allí enquistadas.
 Esta es la corte del amado rey, este es el palacio de los dones y los placeres -me dijo el amasijo que me hacía de guía, intentando una reverencia.- Sos el convidado de nuestro rey, esta estancia es tuya para hacer lo que te plazca. Yo seré tu sirviente, satisfaceré todos tus caprichos. Recibiste el beneplácito del rey, serás llevado en andas por mil diablos si lo deseás. Tu apetito será saciado por las sucubus que visitaban tus sueños, arderá tu carne con sus caricias lascivas. Agradarás de esa manera a Nuestro Señor, te pondrá al mando de sus diez mil huestes y cabalgarás junto a las nubes abrasadoras de la tarde. Verás el mundo tal cual Nuestro Señor lo creó.
Yo la miraba perplejo. Ella tiraba de mis grilletes con brusquedad. Mis muñecas y mis tobillos me dolían y sangraban. En un momento me encontré arrodillado suplicando que dejara de golpearme con las cadenas.
 Mi señor –me decía con voz dulce y serena- estoy aquí sólo para aplacar tus deseos. En la boca de nuestro rey se halla una planta que calmará la necesidad de tu corazón. Puedes hacerte una infusión con ella.
Me señalaba una escabrosa caverna de hielo, metal y vapores en la pequeña cabeza de la aberración.
 Los diablos pueden llevarte hacia ella alzando el vuelo o conduciéndote a través de intrincados pasillos plagados de maravillas.
 Que me lleven volando.- le dije – Pero antes liberame de las cadenas.
 Tus mandatos son contradictorios, pues ellas son los diablos que te llevarán hasta el rostro del Padre.
Mis apresadores se elevaron en el aire izándome con ellos y se estiraron en forma de equis, dejándome a punto de desmembrarme frente a la cara de la bestia. Lancé gritos de agonía, lloré hasta que se me pegaron los ojos y me mordí la lengua. Me arrimaban como un bocado, a placer, a las violentas fauces; una hondonada vertiginosa, bullida de exhalaciones germinadas de calderas atroces enclaustradas en entrañas ácidas y nauseabundas. Grité hasta que fui arrojado a un herbal en la boca del monstruo y cedí a la inconciencia.
Siempre creí que no se podía escapar del infierno. Que el mundo de la tribulación y de la amargura no poseía ninguna senda transitable hacia el apacible reino del sueño. Sin embargo desperté en un jardín, acurrucado, temblando de frío. Me palpé la cabeza que se me partía a rayos y noté un par de chichones. Atontado traté de mirar alrededor. Detrás de mí había una casa, y delante una verja. Arranqué un par de yuyos tratando de incorporarme y salí caminando a los tumbos. Miré los tallos en mis manos y me los metí en el bolsillo, aún recordando entre nebulosas aquel huerto en la boca de la estrafalaria visión de la noche.
No importa lo borracho que pueda estar, siempre logro llegar a mi casa, aunque no siempre a mi cama. Quedé tendido cuan largo era en la cocina hasta el medio día. Me levanté y fui al baño, puteando mi primera experiencia con drogas. Luego me senté en una silla en el comedor. De mis bolsillos sobresalían las hojas que había arrancado y las tiré sobre de la mesa. Me quedé con la cabeza apoya en las manos un rato muy largo. Escuché al “Perilla”, el que vivía conmigo, que se levantaba.
 ¿Que onda la pedorrancia?- me dijo.
 Para el ojete.
 ¿Y estos yuyos?
 Me los dio Satanás- le dije sin humor.
 Te creo loco si has andado chupando esto.
Levanté la cabeza y lo miré boquiabierto.
– ¿Qué es?
 Belladona, vieja. Hacete un tecito. ¿Estuviste en el recital de Kapanga?
 Sí.
 No te vi.
– No, che. ¿Y que onda la belladona?
 Es un alucinógeno que te caga la bocha.
 ¿Y se fuma?
 Mejor un te, pero suave. Este yuyo es fuerte.
 Me parece que anoche me hicieron fumar esto.
 ¿Quién?
 El flaco Andrade.
 ¡Ah! Sí, anoche estuve con el flaco.
 ¿Y fumaste lo que tenía él?
 Sí, faso.
 Sí- dije al cabo de un momento-, nada que ver el olor de esto con lo que fumé anoche.
 ¿Y quien te dio estos yuyos?
 Satanás, te dije.

III

Me puse a buscar en los libros y en Internet. Todo se empezó a hacer más claro, y a la vez oscuro. Todos sabían acerca del Infierno, o nadie sabía nada. Encontré una lista alfabética de todos los demonios y la leí varias veces. Luego dejé las hojas impresas sobre mi escritorio y allí se quedaron juntando polvo.
Tuve sueños extraños en ese tiempo y la mayoría de las veces me despertaba triste.

IV

Aquella tarde estaba nervioso frente a las hojas de belladona. Era el oscuro camino que me acongojaba. Ya no creo que tuviese alguna tentación de hacerme un te con ellas. Con sólo verlas sentía un vórtice que deforma la realidad sobre mi cabeza.
También estaba llorando. La tristeza era muy fuerte. Una pena que sentía en la boca del estómago y se ensanchaba en mi garganta.
Las hojas secas sobre la mesa parecían que reían y me hablaban. Me dirigí hacia la ventana, apoyé un costado de mi rostro contra el vidrio y mi cabeza se empezó a hundir en él. Sentía el borde frío del cristal contorneando todo mi cráneo hasta llegar al cuello como si fuera una guillotina.
El agua seguía hirviendo en la pava. Habría deseado tener ganas de vomitar, pero no. Lo único que expelía mi cuerpo eran las lágrimas. “Estoy perdiendo líquido”, pensé, y en un arrebato arrojé las hojas en la taza y vertí el agua.
En ese momento me asusté. Traté de pensar en los llanos orientales que alguna vez visualicé y sonreí ante el crepúsculo. En la imagen no había caminos que la interrumpieran. La dorada pradera no tartamudeaba. Deseaba correr por ella hasta morir del glorioso cansancio, pero al intentar salir por la puerta de mi casa me golpearon las murallas de hierro. Hallé el asfalto del camino y caí sobre él. Mis dedos trataron de aferrar lo inasible y me encontré de nuevo arrastrado hasta la taza de te. En un impulso desesperado bebí un trago largo y esperé. Y mientras me quedaba a la expectativa para ver que ocurría, como esa vez que probé la marihuana, el vacío que se había instalado en mis vísceras rechazó fuertemente el líquido. Entre estertores estomacales expulsé la infusión sobre la mesa y el piso. Experimenté una sensación de ahogo, cómo se llenaba mi rostro de sangre mientras el oxígeno discurría por mi garganta como un sin fin de hilos fríos a través de intrincados conductos vasculares. Mis fosas nasales se dilataron como paracaídas que se abren hasta dejar en descubierto los cartílagos y mi cráneo parecía apretarse contra mi cerebro. Una repentina sed se apoderó de mi mente y corrí por un vaso de agua con la lengua colgando a un costado. Bebí con desesperación hasta recuperar las percepciones normales de mi cuerpo.
Me sentí mejor, pero mi ser interno intuía que la tarde era rara. Recorrí con la mirada todo el lugar y reparé en una cucaracha que se paseaba en el otro lado de la estancia. Su camino la dirigía hacia la puerta cerrada de uno de los dormitorios pero se detuvo mucho antes de llegar. Atisbó el aire con sus repugnantes antenas abisagradas y luego avanzó con sus patas nerviosas a intervalos hasta introducir su cuerpo aplastado y rechoncho por el resquicio debajo de la puerta y allí se quedó. Su parte trasera y el último par de patas aun sobresalían. Era escalofriantemente conciente que otros organismos se movían alrededor. Algunos tal vez estaban atentos en mí, y sentirme observado me hostigaba. Pero sabía que para la gran mayoría mi existencia no importaba nada, ocupados en sus propios asuntos inmorales, así como esa cucaracha.
 Como imágenes fractales mi mente se acercó al inmundo insecto. Reconoció su vientre blanquecino, ese blanco lívido, macilento como el de los fríos gusanos que devoran a los cadáveres; sus largas y descaradas patas, la suciedad que arrastran. Me estremecí al ver las informes criaturas que se aferraban a ellas. Ácaros de todos los tamaños y apariencias, ácaros sobre ácaros. De repente mi estremecimiento se trocó en un agudo espanto al ver que eran millones, por todos lados, gigantes. Los vi en el piso, en las paredes, aferrados a extrañas substancias que colgaban del cielorraso. Amontonados, preocupados sólo por devorar, sin prestar más atención a los que se hallaban muertos entre ellos que la suficiente como para llevarlos a sus atroces mandíbulas. Los descubrí asidos a mi cuerpo engullendo despreocupadamente cosas pegajosas. Comencé a sacudirme con desesperación y huí corriendo hacia la calle. Mientras trataba de deshacerme de ellos, me quedé boquiabierto al ver a las voluminosas aberraciones encaramadas a las copas de los árboles, en los techos, en los cables. Horriblemente descomunales, con sus delgadas y extensas extremidades tratando ávidamente de hallar para consumir como un demoníaco bosque de bambú en incesante movimiento hacia todas direcciones. Corrí y corrí esquivando cientos de zarpas, buscando enajenadamente, inútilmente, un lugar libre y a salvo. Y vi, en ese momento, como la puerta del Infierno se abría. No estaba en la tierra como a la que fui arrastrado antes. Esta era un colosal vórtice, un nebuloso remolino cósmico que se ensanchaba en lo más profundo del cielo ilimitado y de cual emergía un negro enjambre de seres inauditos. Allí me quedé como una marioneta aprehendido por ásperos brazos y elevado hacia las inhumanas criaturas.

V

Tengo ganas de vomitar. Y tengo mucho frío. Estoy sentado en el suelo, cabizbajo, mirando el piso, mis piernas cruzadas. Quiero llorar y estoy temblando como nunca en mi vida.
            Tengo alas. Nadie las ve, nadie las puede tocar, pero las tengo. Siento su peso en mi espalda, y también el dolor que me causan. Son como la de los ángeles, pero diferentes. Las mías están rotas y marchitas, se esparcen por el suelo, como la sangre seca que las ensucia de negro.
Solo y débil, observo en las baldosas los delgados rasguños como largas líneas brillantes. Odio no entender nada, todo es tan absurdo como una pesadilla. El dolor de mi alma se mezcla con el de mi cuerpo y me es imposible distinguirlos.
¡Sólo dolor, sólo destrucción, sólo yo, desgarrado!
Solo, desde aquel día, sumergido en locura, separado de mis congéneres por una muralla de entendimiento.
Mis recuerdos son una sombra que oscila detrás de mí. Hay confusión, hay gritos con mi voz lacerada, hay gente que me rodea como espectros y circula entre los demonios antropófagos. Yo, arrojado a las cenizas de la humanidad, observé sus extraños rituales de sanación mientras a mi alrededor los engendros clandestinos reían y lamían mi sudor con lenguas álgidas. Mucho tiempo transcurrió mientras el terror se destilaba en degradación, en vileza. Supe cuando fui abandonado por la élite de las almas, por los guerreros del mundo que luchan en épicas batallas y asisten a los presuntuosos festines del placer; el día en que fui desechado de la casta dorada de los hijos del cielo y me confundí en el mar de telarañas que se esparce prieto bajo sus pies, lejos de sus conciencias morales, abducido al cagadero.
Allí mi vergüenza se fue diluyendo suavemente en una música disonante que se mecía en mis oídos y soplaba en mi alma. El ritmo me producía un dulce estremecimiento y me diluía en la inconciencia de un sueño de sedas.
Ahora veo, con toda esta sangre en mis garras, que el sueño que calmó mi espíritu fue de perversión, de lujuria de muerte. Ahora distingo los cuerpos desmembrados  tendidos por el mundo, los alaridos acallados y el olor de las criaturas carroñeras que festejan el banquete. El mundo ya está libre de la voluntad humana y yo fui el instrumento de la ira divina. El fuego de Prometeo sólo sirvió para acopiar las cenizas. Entregué el mundo al dominio de las larvas filiformes.
Tengo alas de ángel y tengo garras de sangre, el destino fue exhibido y transitado y ahora yo, que fui el verdugo de todos, soy el último. Se que los demonios vienen por mi y me llevarán a confines de soledad y espanto. Sus zarpas se hunden en mis tristes alas y me arrastran hacia un lugar que nunca he visto pero que ya conozco. Un sitio sin espacio y sin tiempo donde sostengo la ardiente corona que lo rige. Estoy erguido, cubierto de tórridos pensamientos y todos los entes guardan respetable distancia.
Fui tentado por esta oscuridad. Seguí los pasos de mis deseos, del miedo y del orgullo. No vi mi lugar en el cielo de todos. Me ofrecieron ser rey y supe que no era un engaño y fui tentado por la eternidad.

Gobierno los abismos y se que mi hogar son las llamas. Jamás seré acariciado por el resplandor divino. Miro hacia arriba y veo la luz que aparece. Sonrío por la ironía y bajo los ojos hacia mis pies, escrutando la oscuridad que ocupa su lugar. Mis pupilas se quedan allí estacionadas, ardiendo, y mis oídos empiezan a supurar al oír una voz. Ahí me quedo, cabizbajo, observando las tinieblas.




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martes, 23 de noviembre de 2010

Naturaleza Rota

Naturaleza rota, virtud del infame.

Él me dice:
“Consigo desequilibrios, mantengo la vida, lloro mis alegrías, domino la voluntad que me juzga, cabalgo con los audaces, audiciono para ser cerrazón antes de que caiga la tarde.”

Salgo de la habitación de mi razón, donde ahora siento opresión.
Saldré a cabalgar a los Llanos Orientales, subiré las terrazas y de allí aullaré al atardecer, y riendo bailaré a la hora en que las puertas se abren y todos salen y ven el aire cambiar de color, siempre al son del tambor, y si me paro en las ancas estaré equilibrado con el mundo, y el viento hará arder mis brazas después de saludar a la luna.

Después de millares de vuelos salvajes comprendí el precio verdadero de la paz total. La abundancia llega después de la sequía, pero hay donde siempre es sequía y donde siempre es abundancia. No teman el precio, sino la vergüenza de la pobreza.

¿Crees que es genial? No lo es. ¿Crees que es inmundo? No lo es. ¿Já, qué es? ¿El secreto mejor oculto? Es tu idiosincrasia a solas, los modelos explotan y será la caída de tu soberbia. No la defiendas. Mata y observa. Decodifica si te entumece, o te estremece.

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domingo, 14 de noviembre de 2010

El Calvario

– Vea, cumpa, si le digo lo de esa chica que desapareció, la del diario, la Suárez, que yo sé lo que le pasó realmente, y a lo mejor no me crea, pero esa chica está ahora en el infierno. Eeeh... era de una de esas santurronas que anda con esos grupitos de pendejos de la iglesia y estudiaba en la universidá... eh... asistente social, y se iba todos los días en micro hasta el centro. Se perdió un domingo que estaba en su casa y la había ido a buscar un culillo chico, todo mocoso, y con poquita ropa, con el frío que estaba haciendo. La muchacha, claro, le dio lástima y le dio de comer, y le buscó algo pa´ abrigarlo. El niñito le decía que le fuera a buscar el padre que se había ido hasta el Calvario del Cerrillo a la mañana y todavía no volvía. Como era de Carpintería, y el Cerrillo está ahí nomás, se fue para allá la muchacha con el pendejo, pero antes se fueron pa´ la casa del niñito pa´ ver si se había vuelto el padre, pero no había nadie. Y no tenía mamá, ni hermanitos, nada. 'Tonse, como la chica iba en la motito del hermano, se fueron pal Cerrillo pa´ ver si lo veían ahí.

“Cuando llegaron lo único que encontraron fue el bolso del padre al pie del Calvario. Lo habían buscado por ahí y no lo habían encontrado. El niñito le decía que ese no era el calvario aonde había ido el padre, que era otro más grande y más feo, y la muchacha no entendía nada. Le decía que el bolso del viejo estaba ahí y que poráy volvía a buscarlo. Así que se quedaron esperando un rato por la dudas. Mientras, el pendejillo sacó un termo que se había llevado el viejo en el bolso con un té de yuyo y le ofreció a la muchacha, que no quería saber nada, pero como el pendejo le insistió, la muy tonta aflojó pa´ darle el gusto al mocoso y tomó. Y vaya a saber que yuyo tendría el té, que la chica se empezó a mariar y empezó a ver que todo se ponía más oscuro y el Cerrillo se hacía más grande.”

“Usté no me va a creer lo que le voy a contar, cumpa, pero la chica empezó a ver el mismísimo infierno, y ahí también había un Calvario, pero muchísimo más largo y alto, y subía hasta una montaña altísima, altísima. Y la güella hasta arriba estaba llena de penantes arrastrando cruces con diablos que los cagaban a latigazos. Y por todos lados había fuego y ceniza, y humo venenoso. Y todos gritaban y lloraban. Y no me va a creer, pero yo le voy a decir la verdá. Yo estaba ahí mirando, porque el pendejo es uno de los míos, que me trae a veces algún alma buenita y santurrona. Así que mi acerqué rápido como una tromba de fuego y azufre a la muchacha, que me miraba, gigante yo comparado con ella. Empezó a correr desesperada. ¡Y yo a las risas! ¡Y la corría, y le alumbraba el camino de rojo! ¡Juá, juá, juá! ¡Una jarana! ¡Y la pendeja que corría! Al final la agarré, la cargué con una cruz bien pesada, y la puse a caminar por el Calvario. ¡Pa´ que viva lo que su Jesucristo tan querido!”

– Lo que usté me cuenta no me gusta hermano. Por lo que usté cuenta, usté dice que es el Diablo. Yo soy muy devoto de la Virgen, que se que me cuida y me protege, y también de la Difuntita. Yo a usté no lo conozco, hermano, y me viene con estas historias que son muy feas.

– ¡No se haga mala sangre, cumpa! Usté sabe que el Diablo más sabe por viejo que por diablo, y si yo le digo que le voy a invitar otra caja, usté no me va a despreciar, ¿no?

– Y bué... si lo pone de esa manera...


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sábado, 6 de noviembre de 2010

Calces

Como un sueño lo vi. Era un sueño porque estaba durmiendo, y al despertar siguió revoloteando en mi mente. Él estaba allí, pero no era él, era yo, y pensaba en ese muchacho que me mira desde el espejo.

Salgo de mi cabaña y es de noche. La luna está alta y pálida, manchando de azul, en aureolas, a las nubes que la envuelven. Más allá está el bosque, siempre sumido en sombras, pero no esta noche. De allí proviene un viento cálido acompañado por miles de chispas que parecen producto de agitación y lujuria. Y hay luces entre los árboles. Proyectan sombras fantasmagóricas que se retuercen y se mueven a gran velocidad como en una frenética danza. Y hay risas y aullidos. Escucho los alaridos de los árboles. ¡Un incendio! habría gritado, pero no lo hago. Sólo espero, miro, observo. Porque ésta es una manifestación del vigor primigenio que ahora ha renacido con ímpetu, con furia, y se acerca rápidamente. Viene a mi encuentro. Me busca. Siento las ramas de los árboles que se estremecen ante tanto poder y gritan su nombre al aire una y otra vez, con temor. ¡ES HERNE! ¡HERNE! ¡EL AMO HA VUELTO!


Estoy en el infierno porque he sido olvidado. Estoy triste y gris. Poseo mi espíritu porque los bosques me recuerdan aún, pero también olvidarán. Sin embargo los de aquí saben quien soy y por eso soy importante. Conocen los mitos que nacieron de mis andanzas, los terrores que poblaron la mente de los que oían mi nombre, mis salvajes carreras, lujuria, éxtasis, poder. ¡OH, como lo extraño! ¡Como se aleja mi esperanza!

Gris y triste es este infierno. Pisos polvorientos, columnas silenciosas, amplios espacios con aire quieto... nada. Un inmenso muro se halla a mi izquierda. Es sucio y sombrío. Su extensión es infinita, surcada por grietas como cicatrices de tiempos tan antiguos que rondan a la eternidad, más antiguos que cualquiera de las criaturas que habitan dentro de sus confines. Es el Límite, nada más puedo decir sobre ello, sólo que ese muro representa lo incomprensible que me resultan ahora los conceptos de infinito y eterno.

Estoy sentado en un trono. Es el objeto más hermoso de este lugar porque lo hice con mis propias manos. Negra roca en la cual moldeé las formas tan bizarras que la adornan. Son recuerdos de la gloria de días pasados, un pobre homenaje al esplendor de la bella locura que me dominaba. Y esos recuerdos son estiletes que atraviesan mi corazón y no pararé de llorar sangre hasta que quede seco como una hoja marchita. Los apoyabrazos están ya tan desgastados a causa de los arañazos de dolor y frustración, que son los mejores testimonios de mi terrible presente.

A mi derecha hay otros tres tronos, y todos están ocupados. A mi lado está Skelking, envuelto en sus ropajes negros, con su sonrisa impúdica y sus brillantes ojos cargados de una magia antigua y poderosa. He visto en sus facciones aún el macilento reflejo de la luna germana, y en su mirada el deseo de volver a pisar tierra húmeda, y también locura, aunque no más de la que creo que él ve en la mía. Y me agrada ese olor a lluvia y bosque que siempre lo rodea.

Luego está Baal, con sus aires de suficiencia y severidad. Su arrogancia me parece llamativa, en especial por sus enormes alas deformes y ennegrecidas luego de aquella ignominiosa y estrepitosa caída, y su oscura y espesa barba, tan rizada como en los días en que gobernaba el aire y las lluvias que regaban las antiguas tierras cananeas. Tiene su mirada abismal enterrada en la criatura que tiene enfrente, con su semblante velado por sentimientos amargos.

Puedo ver el perfil del delicado rostro de Lillith, que se sienta en el cuarto trono. Su piel es del alabastro más impoluto y contrasta con el sucio gris que nos rodea. Su vestido, tan blanco que casi brilla, captura la vida de luces invisibles perdidas en el recinto. Reflejos celestes destacan su pureza y realzan su exquisita figura. Sus torneadas formas no parecen guardar la realidad de su maligna esencia y, como un embrujo, aprisionan todo mi ser. Mis instintos desatan deseos de lujuria, despertados de recuerdos nebulosos. Ella es madre y amante, cautivadora, sensual. Sus ojos de hielo también están fijos en el desdichado ser que tenemos delante, encerrado en la entrada del laberinto. Ésta comienza con un pórtico vedado por negros barrotes y una sombría y asquerosa antesala que semeja a una celda de la más viciosa de las prisiones. Una discreta abertura da al laberinto. Percibo sus detalles, la mugre oscura que cubre sus muros, y las raíces retorcidas y muertas que asoman por sus grietas.

Detrás de los barrotes la criatura nos observa con malicia y temor. Es cobarde, mezquina y despreciable. Es un hombre-lobo, ni hombre ni lobo, peludo, deforme, repugnante. Sonríe, la escoria. A pesar de su miedo es arrogante, burlesco. Baal lo ha enviado a detener el poder que se está gestando dentro del laberinto, pero la alimaña se ha negado. Prefiere el eterno suplicio que padecerá por su insolencia. Sigue allí, esperando nuestra disposición. Sus facciones desencajadas y su mirada van más allá de la histeria. El horror inefable, negro y viscoso, le pincha en su médula y se inyecta, haciéndolo temblar como un perro.

La criatura no obedecerá, todos lo sabemos. No importarán las amenazas, los engaños o los halagos, su miedo siempre será más tenaz. No entrará al laberinto. El ser que lo habita despertará y no habrá retorno.

“No lo hará” dice Lillith, y es la única que habla. Habla, y su voz perfumada arrebata todos mis sentidos. Veo como las finas sedas de su vestido rozan su tersa piel inmaculada, tan blanca como el mármol más puro. Tan suave como la caricia de una brisa de otoño. Pienso en toda su gloriosa forma agasajada por mis sucias garras. Sus ojos me poseyeron como a un niño dormido. Sus muslos me rodeaban y me hacían arder en lujuria y salvajismo, pero me apaciguaba con su aliento en mi boca. Me transformaba en una bestia sometida a sus pies, pendiente siempre de una mirada, una sonrisa. Lograba que todos mis anhelos, todo el sentido de mi existencia, dependiera sólo de la orden de un dulce y delicado susurro junto a mi oído. Sus brazos me cercaron y fueron más poderosos que la más acérrima de las cadenas que se haya forjado. Me di cuenta de la trampa y me di cuenta de que me gustaba, de que ya era suyo, de que era imposible escapar. Una palabra llegó a mí, inundó mi rostro y cortó mis cuerdas vocales. Calces. Era el nombre que había soñado y ella lo pronunciaba como si siempre lo hubiese conocido. Era como un bautismo, yo, como un cristiano fuerte pero atemorizado. Soy como el unicornio salvaje que, aplacado por el canto de una ninfa, inclina su testuz y espera ser cabalgado. Ella posee una sonrisa que ha turbado al mundo por eones, y yo no fui inmune. Y sus muslos, sólo fueron sus muslos, todo fueron sus muslos. Y su mirada ardiente. Me he ofrecido estoicamente a cumplir el peligroso encargo que no puede llevar a cabo el inmundo hombre-lobo. Sé que está orgullosa de su cachorro.

No sé que hay dentro, que puede causar tanto temor en las más fuertes voluntades infernales, ni hasta donde me guían los umbrosos y retorcidos corredores. ¿Qué acecha en la profundidad de los tormentos de las criaturas más infames? ¿Qué espanto sin nombre debe ser oculto en el centro del más interminable de los laberintos? Mis pensamientos no son de ayuda en estos fríos pasadizos. Ahora debo orientarme por mis instintos de cazador. Son muchos los engendros con los que me he topado y, ya sea que los haya evadido o derrotado, ninguno me ha vencido aún, y se que mi destino se acerca. Soy Herne el Cazador... Herne el Amo... Calces.

Una ciclópea aberración aparece ante mí. Enormes garras, pelos, plumas, oscuridad, y una maldad enloquecedora en sus ojos, eso es todo lo que es. Mis reflejos son rápidos, mis golpes son mortales, pero estos seres no caen. Lo he dejado atrás. Del hombre-lobo no habría sobrevivido ni siquiera un jadeo, pero no importa. En este laberinto no parece importar nada. Ni siquiera Lillith. Las emociones se escapan, como la niebla del viento, y sólo queda el afán de llegar, abrumado y aturdido, como un recuerdo, que también se va diluyendo.

El centro es una vetusta sala. Hay grandes piedras desperdigadas en el suelo. En uno de los extremos veo un pórtico tallado y una cancela, cuyos barrotes erosionados ya no sirven al fin por el que fueron colocados alguna vez, en algún tiempo. Del otro lado sólo percibo tinieblas. Dentro debe estar la bestia. Casi puedo verla agitándose. Debería obstruir la entrada, puedo labrar un nuevo enrejado. Pero sólo me siento en una de las piedras.

Mi mente vuela, y no sé si éstos son recuerdos pero sé que soy yo. Sé que la luna llena está arriba, manchando de azul a las nubes que la envuelven. Sé que es pasto lo que piso y es rocío lo que huelo. Sé que mi corazón palpita porque veo el vuelo de las luciérnagas y siento la brisa tibia que me despeina. Sé que puedo correr y saltar, y que disfrutaré los arañazos de los espinos. Podré bailar y beber, y gozar de la compañía de muchos seres que ríen conmigo. ¡Arderá nuevamente este bosque! ¡Gritaré y haré estremecer la tierra que piso!

Porque vi la temida bestia y la reconocí. Vi lo que había perdido y lo recuperé. Supe que aunque nadie se acuerde de mi, aún existo. Porque alguien debía recordarme y yo me recordé. Percibí mi rostro reflejado en la niebla cuando me iluminó la luna. Evoqué a quien había sido y en ese momento volví a la vida y pude sentir el poder que una vez emanó de mí. Me encargaré de que nadie me olvide nunca más. Me transformaré en mi propio profeta y hablaré de cuando tenía cuernos y me lanzaba a través de los bosques en una frenética carrera acompañado de mis salvajes criaturas, todas envueltas en un desenfreno de horror y lujuria nocturna.

¡El grito de mi garganta y la música de mi flauta jamás se borrarán otra vez de la memoria de los hombres!

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viernes, 29 de octubre de 2010

La Gruta

Hacía rato que bajaba junto a Beto por una grieta obscura que, según me había dicho, terminaba en una cueva con una pequeña virgencita de Lourdes, muy visitada.

– ¡Cómo puede ser!- exclamaba yo, apretado entre las paredes de la hendidura. El descenso era complicado. ¿Como podía la gente frecuentar esta gruta? Usábamos cuerdas y un buen equipo de espeleología. Era impensable llegar sin este equipamiento.

Beto aguardaba a que hiciera pie en un lugar seguro para comenzar a bajar. Llegué finalmente a una espaciosa caverna, tan grande que no alcanzaba a iluminar las paredes con mi linterna. Al hacer pie en el suelo alumbré alrededor y desenganché el mosquetón. Comencé a escuchar el deslizamiento de Beto por la cuerda, un poco más arriba.

De repente noté movimiento en la cueva, en medio de la oscuridad. Vi acercarse al radio de luz a un hombre y a una mujer desnudos como Adán y Eva, sorprendentemente demacrados y con la piel gris de aspecto fofo y lastimado. Me miraban con ojos grandes y redondos como los de un pescado. Pronto se reunió a mi alrededor más gente en este mismo estado, observándome pasmada.

Beto llegó a mi lado y echó una ojeada alrededor, también sorprendido, pero me dejó atónito al escuchar su comentario:

 Creo que nos equivocamos, Flaco. Hemos llegado al Infierno. Dale con el jumar. Subí vos primero.

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jueves, 21 de octubre de 2010

El Hombre de las Cavernas

Me contaron que desde antiguo llamaron Duat a mi tierra, aquella en la que me criaron, y la observaron a través de un cristal cóncavo y espejado. Señalaron que esta tierra estaba abajo y dijeron: hacia abajo se cae y siempre es oscuro. Y trataron de escapar subiendo por escaleras esculpidas por todos lados, en las laderas de la misma montaña, pero que guiaban a distintos destinos. Algunas personas ascendían, otras trastabillaban y rodaban montaña abajo. Y otras, llevando una gran cantidad de bultos, caminaban por un camino plano y sencillo, considerando que estaba bien hecho, bien construido, muy transitado y el sentido era claro, sin descubrir que el camino era circular y pisaban una y otra vez las mismas rocas.
Pues bien, de Duat se trata esto y está lleno de cavernas. Por lo tanto, un hombre de las cavernas soy. Ahora me dirijo hacia las llanuras. Allí, me dijeron, se puede ver mejor la montaña, con más luz, y así se puede distinguir el mejor camino. Pero, mientras tanto, he visto cosas muy extravagantes en ciertos lugares. Algunas las he apuntado en mi cuaderno de viaje.

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