jueves, 16 de diciembre de 2010

El Último


I

            Regresa a mí esa noche de agosto en la que, después de que todos se fueron, me quedé charlando con Darío mientras nos tomábamos lo que nos quedaba del vino. Ahí me dijo que había visto el Cielo y el Infierno.
             Y también este mundo, pero de una manera diferente. Tal cual es en realidad.
            Sostenía el cigarrillo gastado frente al rostro mientras el humo se enmarañaba alrededor del único foco que colgaba del techo. Le dio una pitada. Yo tomé otro sorbo de vino.
             Habíamos fumado,- me dijo haciendo el gesto con el pulgar y el índice cerca de la boca- y me quedé colgado con eso.
            – ¿Fumado?- dije.
            – Faso… marihuana.- me dijo mirándome con un brillo de desprecio.
            La pregunta se me había escapado antes de que pudiera darme cuenta y el tono de su respuesta me había ofendido. Yo no fumaba esas boludeces, pero tampoco era un pelotudo.
 ¿Y que onda el Infierno?- le pregunté con sarcasmo, pero a él pareció no importarle.
 Es una cagada. Después de haber visto el Cielo tuve un flash que habrá durado dos segundos, pero fue suficiente. Sentí en carne propia lo que debe sentir un condenado. Parecía como si estuviera explotando una bomba atómica, era como si me atravesara radiación solar pura. Y había un demonio que me desgarraba entero y después me tiraba al piso y me ponía la pata encima de la cabeza. Me acuerdo que no había nada alrededor excepto el piso y el demonio. Me acuerdo bien del piso. Era como de baldosas octogonales, grandes, rojas en el centro y se iban haciendo más oscuras en los bordes… no, al revés, eran oscuras en el centro y se iban haciendo más rojas hacia fuera, como si fuera un piso de lava. Loco, no sabés lo que era ese sufrimiento, no podías ni gritar de lo intenso que era, y no paraba, nunca, para toda la eternidad.
Me quedé mirándole en silencio. A esa altura de la noche me costaba focalizar. No sabía si me estaba jodiendo o me hablaba en serio.
– Che, ¿no habrá sido un sueño? O estabas muy para atrás.
– No, loco. Cuando estás fumado flasheás, pero seguís razonando. Yo no me como cualquiera. Estas boludeces no te pasan sólo por estar fumado, fue algo más. Yo creo que cuando uno tiene alguna aptitud, o algún sentido más incrementado, el faso como que le da un empujecito y podés ver algo que la gente normal no ve. Yo creo que lo que vi fue cierto. Viejo, ¡era real, real! Yo no me como ninguna- concluyó mientras masacraba un palito salado con las muelas.
-Che, ¿vos has leído alguna vez a Castaneda?- me preguntó.
-No, pero me han contado sobre lo que escribe. Algo así como que el loco ve dimensiones distintas, ¿no?
-Mas o menos. Está bueno, tenés que leerlo. Ahí vas a entender lo que me pasó a mí. La diferencia es que el loco no cree en Dios, ni en el Infierno. Yo, después de lo que vi, ahora sí creo.
– Che, ¿y los duendes? ¿Ves duendes?
– Buena, che, yo te estoy contando de huevo, loco.
– ¡Ah! ¡Claro! ¡Todo bien con los demonios y el Infierno, pero los duendes no, esas son boludeces!
– Loco, yo no descarto que no existan, puede ser- me dijo encogiéndose de hombros y dando por satisfecha una pregunta fastidiosa y fuera de contexto. Ahora simplemente quería dejar que se explayara en su historia sin discutirle, pues ya no me importaba una chota.
– Che, ¿y el Cielo, que onda?
Se me quedó mirando como sopesando la situación, y tal vez alguna futura burla. Se prendió otro pucho.
– El Cielo es increíble. Es re-grosso, no sabés. Flotaba en el aire, sostenido por la luz que manaba de un núcleo, como un sol, pero no tan redondo. Y no encandilaba nada. Y se sentía algo especial, como algo bueno y emocionante. Inspiraba pasión, que se yo, amor. Había otras almas flotando y todas miraban  con adoración a la luz. Era un éxtasis permanente. No deseás nada más, te aseguro. La sensación es increíble.
– Ah…- dije mirando el reflejo del foco en el vino de mi vaso.
 A este mundo lo vi como dice Castaneda. La gente eran huevos luminosos de energía en una maraña de hilos de luz que salían de cada huevo y se pegaban a otro. Pero ese flash me duro muy poco, como un pestañeo.
– Bueno- dije acabando de un sorbo el culo de vino que me quedaba.- Me voy, che. Darío –le extendí mi mano para saludarlo-, seguimos la conversación cuando nos juntemos en otro momento.
 Dale, che. Pará, que te abro el portón. –Me acompañó hasta el patio mientras buscaba la llave en el bolsillo y me abrió.- Cuidate, viejo.
Ya en la vereda, con mi bicicleta a la par, lo saludé de nuevo.
– Dale, nos vemos.
Salí pedaleando hacia la penumbra de la calle. En un instante ya estaba en la avenida yendo para mi casa. Algunas pocas personas caminaban abrigadas por las veredas rotas volviendo a sus hogares. Otras saliendo hacia el trabajo. Los perros le aullaban a la luna recortada por los cables de televisión. Logré disimular un escalofrío al agarrar justo un bache. Que jodido frío, y que feo sentir como que algo te observa. Como que algo conoce tu destino y espera. Algo nos va a pasar y nos va a matar, y después, no sé. No creo en nada y eso es malo. Y no sé que esperar, que hacer. Tenía las manos entumecidas y me dolían, y me alegraba de sentirlo. Sentir es estar vivo, sabiendo lo que es y ser conciente de ello. ¡Ay! ¿Y después? ¿Y después, Darío? ¡Carajo, que fea sensación! ¿Qué viste Darío? Claro, pensaba que la seguridad es para los tontos y siempre ponía mis dudas en todo. Pero que felices los que creen, que tranquilo Darío. Se fuma un faso y se olvida. Disfruta.
Subí a la vereda por el puente del vecino. Tenía las manos muy heladas y tardé demasiado en buscar la llave en el bolsillo. La saqué por fin y abrí la puerta del corredor que da al patio. Metí la bici y traté de cerrar rapidito para dejar afuera a esos ojos escrutadores, pero una mirada escalofriante se coló a tiempo y me sacudió entero. En minutos ya estaba en la seguridad del sobre calentito.
¡Ay, que feo tener miedo! Y encima no saber bien a qué. ¡Qué bajón morirse! Este era un pensamiento cada vez más frecuente a lo largo de los años. Había perdido esa manera de ver a la muerte de una manera más gloriosa y sin temor, eso de dar la vida por algo me parecía absurdo, como cambiar todo por nada. Después de la muerte, nada. Me consideraba un cagón y me indignaba, pero la vida está buena y no quisiera perderla, pero nos vamos a morir de todos modos.
Pasada una semana  de la conversación con Darío ya me encontraba casi paranoico. Y era la idea del infierno, eso era peor que la Nada, la no existencia. Rogaba por una prueba verdadera de que hay algo detrás de la muerte. Hay muchas historias de fantasmas, aparecidos, luces malas, brujería, tratos con el diablo, las apariciones de la virgen, los milagros; pero quería verlo por mi mismo. Peor que morirse es morirse e ir al infierno, pero no me pintaba hacer vida de evangelista.

II

Esa noche tocaba Kapanga en el Ferro Urbanístico. Cerraban un festival de rock con varias bandas locales. Iban a ir todos, yo también. Nos juntamos en la casa de Nacho para hacer la previa y después nos mandábamos. Nos tomamos varias cervezas y llegamos al recital, donde se había montado un gran operativo policial. Botones por todos lados, cacheo, quita de encendedores y adentro, a la multitud parada con cuellos estirados. Cerca del escenario se había formado un pogo enorme y turbulento, remeras negras y cueros transpirados. Mucho agite. Nos encontramos con Darío. Le pregunté, al principio envalentonado y luego con timidez, si tenía un faso. Él ni se inmutó, ni comentó nada respecto que yo no fumaba, ni nunca había fumado. Como si fuera un convencional compañero de locuras, me dijo sin mirarme:
 Creo que el Flaco tiene.
El Flaco estaba cerca y fui a saludarlo. Conversamos un poco, nos cagamos de risa un rato y le pregunté si había metido marihuana. Pues bien, sí, pero no tenía encendedor. No me fue muy difícil encontrar uno y, protegido por toda la multitud, di mi primera pitada.
Miré alrededor esperando alguna reacción de la droga. Estaba tenso, muy nervioso. La marea de cuerpos continuaba con su movimiento frenético, las luces del escenario se encendían y se apagaban con muchos colores y se dirigían hacia todos lados. El mundo parecía normal pero yo estaba tieso y expectante.
De pronto todo se hizo confuso y el panorama tomó colores monocromáticos. Sólo una figura resaltaba entre todos, con matices más radiantes: una chica se movía entre el público. Era bajita y rara. Se aproximaba hacia mí con gesto de curiosidad, más el asombro me lo llevé yo al notar que iba acompañada por una cosa a modo de mascota que sólo puedo describir como un robot industrial. Al estar más cerca descubrí que ella también poseía rasgos robóticos horribles. Con ojos encendidos, sádicos y a la vez aterradoramente  fríos, avizores, mecánicos, no me quitaba la mirada de encima. En un instante excesivamente rápido para mi memoria lenta, me encontré encadenado y arrastrado entre la gente. No muy lejos vi el destino que me esperaba: una gran boca surgida del suelo, una cueva iluminada con el calor de sus entrañas. Sin que nadie nos prestara atención nos adentramos a través de un camino sinuoso con suaves escalones negros entallados -como si fuera cera derretida- por lavas almohadilladas. Sólo pude pensar en una larga garganta retorcida reptando hacia un estómago ardiente.
Me contorsionaba y trataba de gritar, o eso me parecía. No emitía sonido alguno y recuerdo, en parte, caminar mansamente como hipnotizado. Como dentro de un carro prisión, sacando mis brazos inútilmente a través de las rejas, se contenía mi espanto, mi furia, mi pavor, debatiéndome en un espacio reducido y mugriento. En eso vi como el cuerpo de mi apresadora comenzaba a hincharse, y se inflaba más a medida que nos acercábamos hacia la fuente del calor y del tormento. En un momento su masa mineral había engordado tanto que amenazaba con liberarse de las sujeciones metálicas que le daban la figura humana. Finalmente, transformada en una horripilante bola de lodo mezclado con brea, me condujo hacia el final del túnel. Se abría allí una inconmensurable sala cuyos límites, comencé a apreciar, eran sólo de oscuridad. Y ahí vi la bestia.
La divisé entera y también por partes. Su abrumadora figura parecía construida de material gris con castaño, como metal herrumbrado con piedra caliza, liso en su conjunto y áspero en los detalles. Un rostro mecánico como podría ser sólo en el infierno, la coronaba sin expresión pero con un halo de maldad infinita, con sus ojos como un ejemplo perfecto de ello, ocultos en las sombras de tantas formas retorcidas; un rostro muy pequeño entre la inmensa mole de su cuerpo. Me recordaba a uno de esos gigantescos animales marinos fijos en los sedimentos pelágicos de los abismos, tal vez como una anémona modelada por laberintos de hierro, agujeros sucios, tubos y trampas mortales, hojas corroídas y filosas. Y allí, adentro, atrapados en ajustados y retorcidos nichos, vehementemente atormentados, miles, millones de almas perdidas. Carne mezclada con acero, así era este gigantesco gólem, el demonio más grande del infierno. Satanás tal vez, rígido y enclavado allí. Una furibunda crueldad de tonos graves, una perversidad estática y espesa. Una bestia estúpida, o tal vez sobrepasando en forma absoluta mi entendimiento sobre la esencia de la maldad. Su tamaño lo hacía omnipresente en el infierno. A su alrededor bullían muchos otros diablos como chispas en la hoguera y penetraban maliciosos en sus entrañas para regodearse con las víctimas allí enquistadas.
 Esta es la corte del amado rey, este es el palacio de los dones y los placeres -me dijo el amasijo que me hacía de guía, intentando una reverencia.- Sos el convidado de nuestro rey, esta estancia es tuya para hacer lo que te plazca. Yo seré tu sirviente, satisfaceré todos tus caprichos. Recibiste el beneplácito del rey, serás llevado en andas por mil diablos si lo deseás. Tu apetito será saciado por las sucubus que visitaban tus sueños, arderá tu carne con sus caricias lascivas. Agradarás de esa manera a Nuestro Señor, te pondrá al mando de sus diez mil huestes y cabalgarás junto a las nubes abrasadoras de la tarde. Verás el mundo tal cual Nuestro Señor lo creó.
Yo la miraba perplejo. Ella tiraba de mis grilletes con brusquedad. Mis muñecas y mis tobillos me dolían y sangraban. En un momento me encontré arrodillado suplicando que dejara de golpearme con las cadenas.
 Mi señor –me decía con voz dulce y serena- estoy aquí sólo para aplacar tus deseos. En la boca de nuestro rey se halla una planta que calmará la necesidad de tu corazón. Puedes hacerte una infusión con ella.
Me señalaba una escabrosa caverna de hielo, metal y vapores en la pequeña cabeza de la aberración.
 Los diablos pueden llevarte hacia ella alzando el vuelo o conduciéndote a través de intrincados pasillos plagados de maravillas.
 Que me lleven volando.- le dije – Pero antes liberame de las cadenas.
 Tus mandatos son contradictorios, pues ellas son los diablos que te llevarán hasta el rostro del Padre.
Mis apresadores se elevaron en el aire izándome con ellos y se estiraron en forma de equis, dejándome a punto de desmembrarme frente a la cara de la bestia. Lancé gritos de agonía, lloré hasta que se me pegaron los ojos y me mordí la lengua. Me arrimaban como un bocado, a placer, a las violentas fauces; una hondonada vertiginosa, bullida de exhalaciones germinadas de calderas atroces enclaustradas en entrañas ácidas y nauseabundas. Grité hasta que fui arrojado a un herbal en la boca del monstruo y cedí a la inconciencia.
Siempre creí que no se podía escapar del infierno. Que el mundo de la tribulación y de la amargura no poseía ninguna senda transitable hacia el apacible reino del sueño. Sin embargo desperté en un jardín, acurrucado, temblando de frío. Me palpé la cabeza que se me partía a rayos y noté un par de chichones. Atontado traté de mirar alrededor. Detrás de mí había una casa, y delante una verja. Arranqué un par de yuyos tratando de incorporarme y salí caminando a los tumbos. Miré los tallos en mis manos y me los metí en el bolsillo, aún recordando entre nebulosas aquel huerto en la boca de la estrafalaria visión de la noche.
No importa lo borracho que pueda estar, siempre logro llegar a mi casa, aunque no siempre a mi cama. Quedé tendido cuan largo era en la cocina hasta el medio día. Me levanté y fui al baño, puteando mi primera experiencia con drogas. Luego me senté en una silla en el comedor. De mis bolsillos sobresalían las hojas que había arrancado y las tiré sobre de la mesa. Me quedé con la cabeza apoya en las manos un rato muy largo. Escuché al “Perilla”, el que vivía conmigo, que se levantaba.
 ¿Que onda la pedorrancia?- me dijo.
 Para el ojete.
 ¿Y estos yuyos?
 Me los dio Satanás- le dije sin humor.
 Te creo loco si has andado chupando esto.
Levanté la cabeza y lo miré boquiabierto.
– ¿Qué es?
 Belladona, vieja. Hacete un tecito. ¿Estuviste en el recital de Kapanga?
 Sí.
 No te vi.
– No, che. ¿Y que onda la belladona?
 Es un alucinógeno que te caga la bocha.
 ¿Y se fuma?
 Mejor un te, pero suave. Este yuyo es fuerte.
 Me parece que anoche me hicieron fumar esto.
 ¿Quién?
 El flaco Andrade.
 ¡Ah! Sí, anoche estuve con el flaco.
 ¿Y fumaste lo que tenía él?
 Sí, faso.
 Sí- dije al cabo de un momento-, nada que ver el olor de esto con lo que fumé anoche.
 ¿Y quien te dio estos yuyos?
 Satanás, te dije.

III

Me puse a buscar en los libros y en Internet. Todo se empezó a hacer más claro, y a la vez oscuro. Todos sabían acerca del Infierno, o nadie sabía nada. Encontré una lista alfabética de todos los demonios y la leí varias veces. Luego dejé las hojas impresas sobre mi escritorio y allí se quedaron juntando polvo.
Tuve sueños extraños en ese tiempo y la mayoría de las veces me despertaba triste.

IV

Aquella tarde estaba nervioso frente a las hojas de belladona. Era el oscuro camino que me acongojaba. Ya no creo que tuviese alguna tentación de hacerme un te con ellas. Con sólo verlas sentía un vórtice que deforma la realidad sobre mi cabeza.
También estaba llorando. La tristeza era muy fuerte. Una pena que sentía en la boca del estómago y se ensanchaba en mi garganta.
Las hojas secas sobre la mesa parecían que reían y me hablaban. Me dirigí hacia la ventana, apoyé un costado de mi rostro contra el vidrio y mi cabeza se empezó a hundir en él. Sentía el borde frío del cristal contorneando todo mi cráneo hasta llegar al cuello como si fuera una guillotina.
El agua seguía hirviendo en la pava. Habría deseado tener ganas de vomitar, pero no. Lo único que expelía mi cuerpo eran las lágrimas. “Estoy perdiendo líquido”, pensé, y en un arrebato arrojé las hojas en la taza y vertí el agua.
En ese momento me asusté. Traté de pensar en los llanos orientales que alguna vez visualicé y sonreí ante el crepúsculo. En la imagen no había caminos que la interrumpieran. La dorada pradera no tartamudeaba. Deseaba correr por ella hasta morir del glorioso cansancio, pero al intentar salir por la puerta de mi casa me golpearon las murallas de hierro. Hallé el asfalto del camino y caí sobre él. Mis dedos trataron de aferrar lo inasible y me encontré de nuevo arrastrado hasta la taza de te. En un impulso desesperado bebí un trago largo y esperé. Y mientras me quedaba a la expectativa para ver que ocurría, como esa vez que probé la marihuana, el vacío que se había instalado en mis vísceras rechazó fuertemente el líquido. Entre estertores estomacales expulsé la infusión sobre la mesa y el piso. Experimenté una sensación de ahogo, cómo se llenaba mi rostro de sangre mientras el oxígeno discurría por mi garganta como un sin fin de hilos fríos a través de intrincados conductos vasculares. Mis fosas nasales se dilataron como paracaídas que se abren hasta dejar en descubierto los cartílagos y mi cráneo parecía apretarse contra mi cerebro. Una repentina sed se apoderó de mi mente y corrí por un vaso de agua con la lengua colgando a un costado. Bebí con desesperación hasta recuperar las percepciones normales de mi cuerpo.
Me sentí mejor, pero mi ser interno intuía que la tarde era rara. Recorrí con la mirada todo el lugar y reparé en una cucaracha que se paseaba en el otro lado de la estancia. Su camino la dirigía hacia la puerta cerrada de uno de los dormitorios pero se detuvo mucho antes de llegar. Atisbó el aire con sus repugnantes antenas abisagradas y luego avanzó con sus patas nerviosas a intervalos hasta introducir su cuerpo aplastado y rechoncho por el resquicio debajo de la puerta y allí se quedó. Su parte trasera y el último par de patas aun sobresalían. Era escalofriantemente conciente que otros organismos se movían alrededor. Algunos tal vez estaban atentos en mí, y sentirme observado me hostigaba. Pero sabía que para la gran mayoría mi existencia no importaba nada, ocupados en sus propios asuntos inmorales, así como esa cucaracha.
 Como imágenes fractales mi mente se acercó al inmundo insecto. Reconoció su vientre blanquecino, ese blanco lívido, macilento como el de los fríos gusanos que devoran a los cadáveres; sus largas y descaradas patas, la suciedad que arrastran. Me estremecí al ver las informes criaturas que se aferraban a ellas. Ácaros de todos los tamaños y apariencias, ácaros sobre ácaros. De repente mi estremecimiento se trocó en un agudo espanto al ver que eran millones, por todos lados, gigantes. Los vi en el piso, en las paredes, aferrados a extrañas substancias que colgaban del cielorraso. Amontonados, preocupados sólo por devorar, sin prestar más atención a los que se hallaban muertos entre ellos que la suficiente como para llevarlos a sus atroces mandíbulas. Los descubrí asidos a mi cuerpo engullendo despreocupadamente cosas pegajosas. Comencé a sacudirme con desesperación y huí corriendo hacia la calle. Mientras trataba de deshacerme de ellos, me quedé boquiabierto al ver a las voluminosas aberraciones encaramadas a las copas de los árboles, en los techos, en los cables. Horriblemente descomunales, con sus delgadas y extensas extremidades tratando ávidamente de hallar para consumir como un demoníaco bosque de bambú en incesante movimiento hacia todas direcciones. Corrí y corrí esquivando cientos de zarpas, buscando enajenadamente, inútilmente, un lugar libre y a salvo. Y vi, en ese momento, como la puerta del Infierno se abría. No estaba en la tierra como a la que fui arrastrado antes. Esta era un colosal vórtice, un nebuloso remolino cósmico que se ensanchaba en lo más profundo del cielo ilimitado y de cual emergía un negro enjambre de seres inauditos. Allí me quedé como una marioneta aprehendido por ásperos brazos y elevado hacia las inhumanas criaturas.

V

Tengo ganas de vomitar. Y tengo mucho frío. Estoy sentado en el suelo, cabizbajo, mirando el piso, mis piernas cruzadas. Quiero llorar y estoy temblando como nunca en mi vida.
            Tengo alas. Nadie las ve, nadie las puede tocar, pero las tengo. Siento su peso en mi espalda, y también el dolor que me causan. Son como la de los ángeles, pero diferentes. Las mías están rotas y marchitas, se esparcen por el suelo, como la sangre seca que las ensucia de negro.
Solo y débil, observo en las baldosas los delgados rasguños como largas líneas brillantes. Odio no entender nada, todo es tan absurdo como una pesadilla. El dolor de mi alma se mezcla con el de mi cuerpo y me es imposible distinguirlos.
¡Sólo dolor, sólo destrucción, sólo yo, desgarrado!
Solo, desde aquel día, sumergido en locura, separado de mis congéneres por una muralla de entendimiento.
Mis recuerdos son una sombra que oscila detrás de mí. Hay confusión, hay gritos con mi voz lacerada, hay gente que me rodea como espectros y circula entre los demonios antropófagos. Yo, arrojado a las cenizas de la humanidad, observé sus extraños rituales de sanación mientras a mi alrededor los engendros clandestinos reían y lamían mi sudor con lenguas álgidas. Mucho tiempo transcurrió mientras el terror se destilaba en degradación, en vileza. Supe cuando fui abandonado por la élite de las almas, por los guerreros del mundo que luchan en épicas batallas y asisten a los presuntuosos festines del placer; el día en que fui desechado de la casta dorada de los hijos del cielo y me confundí en el mar de telarañas que se esparce prieto bajo sus pies, lejos de sus conciencias morales, abducido al cagadero.
Allí mi vergüenza se fue diluyendo suavemente en una música disonante que se mecía en mis oídos y soplaba en mi alma. El ritmo me producía un dulce estremecimiento y me diluía en la inconciencia de un sueño de sedas.
Ahora veo, con toda esta sangre en mis garras, que el sueño que calmó mi espíritu fue de perversión, de lujuria de muerte. Ahora distingo los cuerpos desmembrados  tendidos por el mundo, los alaridos acallados y el olor de las criaturas carroñeras que festejan el banquete. El mundo ya está libre de la voluntad humana y yo fui el instrumento de la ira divina. El fuego de Prometeo sólo sirvió para acopiar las cenizas. Entregué el mundo al dominio de las larvas filiformes.
Tengo alas de ángel y tengo garras de sangre, el destino fue exhibido y transitado y ahora yo, que fui el verdugo de todos, soy el último. Se que los demonios vienen por mi y me llevarán a confines de soledad y espanto. Sus zarpas se hunden en mis tristes alas y me arrastran hacia un lugar que nunca he visto pero que ya conozco. Un sitio sin espacio y sin tiempo donde sostengo la ardiente corona que lo rige. Estoy erguido, cubierto de tórridos pensamientos y todos los entes guardan respetable distancia.
Fui tentado por esta oscuridad. Seguí los pasos de mis deseos, del miedo y del orgullo. No vi mi lugar en el cielo de todos. Me ofrecieron ser rey y supe que no era un engaño y fui tentado por la eternidad.

Gobierno los abismos y se que mi hogar son las llamas. Jamás seré acariciado por el resplandor divino. Miro hacia arriba y veo la luz que aparece. Sonrío por la ironía y bajo los ojos hacia mis pies, escrutando la oscuridad que ocupa su lugar. Mis pupilas se quedan allí estacionadas, ardiendo, y mis oídos empiezan a supurar al oír una voz. Ahí me quedo, cabizbajo, observando las tinieblas.




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