jueves, 17 de febrero de 2011

El otro lado del río

En la galería hay silencio. Los vidrios sucios de los grandes ventanales que flanquean, como en formación militar, todo el salón a mi izquierda, son atravesados por la luz de la límpida mañana que llega muy turbia hasta el piso polvoriento. Es un amplio y vacío caserón. Aun trata de mantenerse en pie entre las ruinas de un pueblo que dejó de tener vida hace ya cincuenta años o más. Tal vez trescientos.

Nos acercamos al final de la galería; unas hermosas puertas de madera labrada por el artista y por la carcoma yacen tumbadas allí, en el ancho balcón al que daban acceso; ante la bella vista de un río oscuro y revuelto, cercado a ambos lados por barrancas cubiertas por la maleza.

Hemos discutido durante horas con mis dos compañeros. El primero, un hombre valiente, de aspecto distinguido, enhiesto, atrevido, de serenos ojos claros y elegante bigotito, pretende que crucemos el río. Todos sabemos que el río no se puede cruzar. Está guardado por los antiguos habitantes de este pueblo. Cualquiera que lo haya intentado ha perdido el alma en las aguas turbulentas.

El tiempo se desliza y ya ha llegado la tarde. Mi otro compañero, un hombre joven y fornido, volverá atrás. Tiene miedo. Yo también lo tengo. A pesar de la mirada inquisitiva y apremiante del primero, el segundo sólo anuncia con gesto velado: “Esas aguas dividen a los valientes de los prudentes”. Dando media vuelta, huye. Y yo lo sigo.

Corriendo salimos del caserón dejando atrás al intrépido. Recorremos un callejón que serpentea entre viejos edificios de barro derretidos por la intemperie y el abandono; tierra donde trepa y germina, briosa, la maleza salvaje. El camino acaba en un alto muro devastado, obstaculizado por los restos destrozados de las dovelas del arco de entrada. Mi compañero lo traspone de un salto. De pronto vemos aparecer de la espesura lindante a tres jóvenes vestidas a la antigua usanza: amplios faldones y corsés. Todas ellas llevan guantes y ojos suaves en sus rostros pálidos. Afables y silenciosas se acercan. Mi compañero detiene su huida y las observa pasmado. Con la presteza que otorga el miedo, me apresuré a encontrar un hueco en el muro donde esconderme, agazapado. Desde allí veo a mi compañero conversando con placidez con dos de ellas mientras cruzan nuevamente el derruido murallón con dirección hacia la casona. La tercera se dirige sin titubeos hacia donde yo me encuentro oculto. El ánima me sonríe, me saluda. El eco de su risa luminosa me invita a salir. Me dice su nombre mientras la acompaño hacia el río y me enamoro de ella.

Me cuenta sus secretos íntimos, su historia. Vivía aquí cuando el pueblo fue devastado por gentes extrañas que llegaron atravesando el río. Ahora lo custodian porque temen que el horror regrese. Mi espíritu se acongoja ante su recuerdo. Ruega mi ayuda, mi compañía, promete que cuidará de mí si me quedo con ella. Juntos nos acercamos al río por un sendero alejado del caserón mientras la brisa fresca augura las horas de la penumbra. Me oculta entre los matorrales que crecen en la orilla y se aleja. Estoy a salvo si no me descubren. Desde allí veo las luces fatuas revolotear entre los cañaverales y emerger de entre las aguas. Una multitud de fríos espectros entonan oraciones reunidos en una pequeña playa frente al gran balcón de la casona. Me estremezco. Mi piel se eriza y mis labios helados vibran con sus cantos. ¿Donde estás princesa, que me has conducido hasta aquí y me has abandonado? Veo a mis dos compañeros. El intrépido se lanza al agua esquivando las figuras fantasmales y se afana en nadar hacia el otro lado. El segundo sólo se une cordialmente a los espectros. Así lo hacen algunos que llegan para ayudarlos, me había explicado ella.

Estoy agazapado en la fosca a unos cien metros de la playita donde las fulgurantes apariciones se han reunido. La oscuridad es casi total pero puedo observar que el río se encuentra más calmo frente a mí. Podría salvarlo, nadie me vería. En silencio y reparando en todo momento en la sobrecogedora comunidad, me sumerjo en las aguas y comienzo a nadar lentamente. La corriente es glacial y más rápida de lo que me parecía, pero logro alcanzar la otra orilla y me ayudo a salir sujetándome de algunas raíces lastimeras. Me quedo unos instantes en cuclillas con los huesos dolorosamente entumecidos, mis manos rígidas en el ardor del frío. Veo salir de detrás de la arboleda la luna blanca, que tiñe de azulado a las construcciones de enfrente. Me estremezco. Mis ojos aciertan con la mirada triste de la muchacha que he amado desde que la vi. No debí haber cruzado. De mi primer compañero no veo rastros. Mi segundo compañero se hunde lánguidamente en las aguas con el resto de las ánimas. Entre ellos desaparece mi amada.

Recorro un camino abandonado que trepa hacia una colina boscosa. Entre los árboles descubro un claro habitado por los restos de un antiguo campamento militar. Veo picas vencidas cuyas banderas fueron arrastradas en jirones por vientos acérrimos ya nadie recuerda cuando.

Me tumbo en el suelo entre las ruinas y lloro desconsoladamente.

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2 comentarios:

  1. si Gabriel Sanchez es el autor la verda que muy bueno, lo recordamos sr Devon y sus andanzas por las tierras de sangre.
    Saludos

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  2. Gracias, sí, yo anduve por esas tierras tocando un laud...
    Un abrazo!

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