He recuperado, como si fuera en un sueño, el recuerdo más antiguo de mi conciencia. Proviene de mi infancia más tierna, cuando mis ojos eran grandes y transparentes; de la época en que percibía y entendía la realidad sin mediar explicaciones, sin nombres. Mi memoria se disparó como una bengala iluminando mi conciencia de existir y supe que esa imagen me pertenecía, que era mi lugar, que me hacía más valiente ante el mundo. Una imagen sin contaminación.
Como si la viera en un televisor o una lámina, en una cuarta porción a la izquierda, como una columna, en la parte superior hay una casa. Está construida con maderas; es vieja y está desvencijada. Con techo a dos aguas, dos ventanas y una puerta en el centro, sus colores son una acogedora combinación entre celeste oscuro y gris oscuro a negro. Es de noche. Está sobre una plataforma también de madera sostenida sobre una torre de troncos. Desde allí baja una escalera marrón, larga, larguísima, vertical, hasta el suelo. Y todo eso, como una columna, sólo en un cuarto de la imagen. En el resto no hay nada.
Durante un rato estuve desorientado, rumiando, cavilando entre los destellos de mi memoria. También buscaba una posible explicación del porqué me encontraba recostado en un áspero piso de cemento, en una sala de unos veinticinco metros de largo y vestido con una especie de capa de color gris pálido.
Una puerta de metal manchada de antióxido era la única salida. Detrás de mí, la luz se filtraba tenuemente a través de una ventana con vidrios muy sucios.
Abandoné aquel recinto hacia un pasillo más iluminado. En un extremo otra puerta abierta dejaba ingresar la claridad. Otros accesos daban a vestuarios como los de un club barrial, o un gimnasio. Al salir de aquel edificio me envolvió el brillo descolorido de un día nublado. Mi mente se fue despejando y comencé a percibir el tipo de lugar donde me encontraba. Me pareció como una especie de Campos Elíseos, o Limbo, como aquel que soñó Dante su entrevista con los poetas. Pero aquí no hay sol ni gloria. Es una tarde gris e infinita. Tampoco parece haber sufrimientos desgarradores. No me atrevo a preferir el tormento. Lo que sufriré aquí también es parte del infierno.
Se aproximaron al verme salir, como centellas, dos seres resplandecientes y se ofrecieron a mostrarme el lugar. Eran hombres, almas, de talante andrógino, en ocasiones luminosos, transparentes otras veces. Poseían una especie de número en la frente, pero no simplemente escrito, más bien etéreo. Percibía una noción de él, como si lo pudiese ver sólo cuando lo quisiera. Un número de cuatro dígitos.
El edificio por fuera era pequeño y gris y era la única construcción que se divisaba. Fuera, el campo era muy extenso. Hacia la derecha había una enorme cancha de fútbol y una gran cantidad de espíritus jugando.
Les preguntaba a mis guías todo lo que se me venía a la cabeza. Eso, me parecía, los fastidiaba. Uno de ellos se marchó. El otro, cediendo, me explicaba: “Jugamos los viernes. Vos, si querés, podés jugar los viernes o los sábados”.
- ¿Quiénes juegan los viernes y quiénes los sábados?- le pregunté.
- Los viernes jugamos nosotros, los sábados juegan otros.
- ¿Y el jueves o el miércoles también juegan? ¿Y el domingo?
- No sé, tal vez. Creo que sí.
Me dijo también que no nos podíamos mover a más de ochenta kilómetros por hora.
Me dijo también que no nos podíamos mover a más de ochenta kilómetros por hora.
- ¿Nosotros? ¿Los objetos también?
- Sí.
- ¿Y si patean la pelota muy fuerte? ¿A más de ochenta kilómetros por hora? Mirá.
Mi compañero miró el partido un poco exasperado. Intuí que lo que decía era verdad, pero al ver su enojo me recosté en el pasto y me tapé la cara con mi manto. Mi compañero me dijo: “No tengás miedo, fijate en tu número. Si se se hace muy bajo, avisame. Pero vos simplemente no tenés que tener miedo”. Sabía que si no tenía miedo me iría muy bien. Él me lo había dicho y yo no tenía ninguna inquietud al respecto. Mi destino aun estaba por decidirse. Visualizaba mi número. Estaba bien.
Yo miraba las montañas que se dibujaban detrás de la cancha. Caminamos al sur, con éstas a mi izquierda. Los pastizales se hacían más altos. De repente se me ocurrió una pregunta:
- ¿Hay estaciones aquí, como el invierno o la primavera?
- Según tu mente se crea alrededor.
Yo lo traduzco en palabras, pero él me lo explicaba en oscuros conceptos. Comprendí y le dije:
- ¡Los sentimientos! ¡Las emociones de las personas crean la estación! Donde las personas son negativas siempre será un crudo invierno y para la gente alegre será una eterna primavera.
Imaginé un lugar escabroso y terrible en la cima de un precipicio, una casucha derruida y una tormenta de nubes negras con sus relámpagos como esqueletos fulgurantes.
- Así es el paisaje aquí. Esto es Chubut -me dijo abarcando el campo con un gesto, sólo un poco alejado de la cancha y del gimnasio, que aun divisaba.
“Chubut”, pensé. Aquí debía ser donde viviría y me interné por un sendero entre los pastos, abandonando a mi guía. Me encaminé hacia las lejanas montañas, pero me detuve luego de haber andado sólo un momento. El cielo plomizo me golpeaba. Me sentía agobiado y miraba hacia todas partes buscando algo que me llamara la atención, algún lugar donde correr. Pensé volver donde el partido de fútbol, pero descarté enseguida la idea. No necesitaba compañía.
Me tumbé abatido. Miré los pastos. No había insectos aquí. Nada vivo. Alrededor todo era monótono, aplastado. ¿A dónde iría? Parecía que nada cambiaría en este lugar por más que me moviese. Una eterna espera silenciosa, gris e incorruptible, en mi región, Chubut, de pastos altos y con las sierras castaño-azulinas en el fondo, en una tarde opaca, de esas en las que parece a punto de llover, eterna.
Volvió, como una estrella mensajera, la nítida imagen de esa casa con la que soñé al despertarme. Esa que evoco reflejada en mis ojos lozanos, cuando trataba de entender el mundo. Ese es el lugar que me pertenece, el que debo buscar. Nada queda ya de mi vida más que ese recuerdo. Ya no quedan sueños de muerte. Ya no más ver a las furiosas olas reventarse contra las rompientes mientras mojo mis pies en la playa. Dejé de ver el abismo desde el borde del precipicio. Sentí que mi ánimo regresaba, mi alma se iluminaba. “Ahora estoy aquí, sí. Ya pasó todo y debo buscar la casa. De eso se trata. Está en alguna parte. Iré a las montañas.”
*
El tiempo es extraño en este lugar. Siento que he esperado mucho, largos años, miles, y en ocasiones pareciera que hubiese llegado hace sólo un momento. Tiene que ver con mi ánimo, con mi energía espiritual. Estoy jugando al fútbol porque hoy es viernes. Corro en una inmensa extensión de terreno. El uniforme de mis compañeros es gris y los confundo con el cielo plomizo. El de mis rivales también es gris porque no hay rivales propiamente dichos. A veces sólo formamos un equipo y otras hay más de dos. Nada anuncia los cambios. Salgo de la cancha porque caigo en cuenta que debo ir a buscar mi casa. Me siento en el pasto a pensar. He perdido mucho tiempo en este partido. Muchísimo. No debo olvidar mi verdadero objetivo. Me siento mal, me paro y comienzo a caminar enardecidamente. La casa está en lo alto, sobre la plataforma y la torre de troncos. Es celeste, techo a dos aguas, una escalera sube hacia ella. Dos ventanas, es de noche. Está en las montañas, tal vez. ¿Dónde hay troncos? ¿Será un mirador? De la plataforma baja la escalera. Es de noche, o hay tormenta. Me siento bien en ella, es mi lugar. ¡Debo encontrarla! Debo ir a las montañas. He explorado el lugar y Chubut abarca todo. No hay fronteras, sólo distancias insalvables, horizontes monótonos. Cuando el tiempo se detiene vivimos una imagen, la estática, la eternidad. El castigo es la eternidad. El anhelo, la desesperación de la espera. La búsqueda sin final en paisajes que se repiten. El hogar, el verdadero hogar, el seno materno, los brazos del amor, la seguridad de tu techo, el confort de esa fragancia.
Ahora entraré a jugar el partido como todos los viernes. Como hoy viernes, mañana viernes.
Basado en un sueño, escrito un par de años antes de que supiese que, efectiva e impensadamente, viviría en Chubut.
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