sábado, 30 de julio de 2011

El engaño


– Bueno, bueno…
– Fue el calor, mi Señor. La sequía ha hecho estragos. No ha quedado nada. Los animales murieron, las plantas se secaron. ¡Que la Virgen se apiade de nosotros!
            El Señor observaba el campo con el seño fruncido. Luego fijó sus ojos en los del viejo regente, quien esquivó nerviosamente su mirada. No le hablaría a él de calor, después de haber recorrido todos los caminos entre Fez y Túnez, bajo esa endemoniada esfera ardiente que allá tienen por sol. Se apeó lentamente de su caballo y comenzó a caminar.
            – No veo los cadáveres de los animales.
            – Es que… murieron hace mucho tiempo, mi Señor.
            El viejo regente bajó también de su caballo y con paso ligero alcanzó a su amo.
            – Murieron hace mucho tiempo… ¿Cuánto?
            – Años, mi Señor.
            – Ajá, y no quedaron ni los huesos.
            – Ehh… es que no murieron aquí, mi Señor.
            – ¡Dónde, entonces!
            – En los establos, mi Señor.
            – ¡Vamos a los establos, joder!
            Subió rápidamente a su caballo y dio la vuelta con firme galope. El regente trató de imitarlo y con mucha dificultad logró darle alcance.
            El Señor desaceleró la marcha y continuó al trote. Dirigía la mirada al suelo, de un lado a otro. Finalmente encontró lo que buscaba y fingió haberlo visto por casualidad. Cagarruta de oveja, de no más de cuatro o cinco días. Miró interrogatorio a su acompañante.
            – Dejamos pastar aquí a los ganados de las comarcas vecinas, mi Señor. Vos siempre fuiste muy atento y caritativo.
            “¡Y muy ramplón, te falta decir, rajado!” El Patrón se acariciaba la barba de su mandíbula endurecida.
            – La caridad es de los más ricos para los más pobres. Y por lo que decís, aquí no queda nada, mientras en las otras comarcas aún conservan su ganado.
            – Ehh… es que… ehh…
            No esperó ninguna respuesta. Espoleó su caballo y reanudó la marcha. El sudoroso regente lo siguió muy de cerca. Palpó el cuchillo que tenía oculto entre sus ropas. Si este bandolero se ponía difícil haría de cuenta que nunca había regresado de su largo viaje.
            Al llegar a los establos encontraron a éstos vacíos pero, como esperaba su propietario, tenían un fuerte olor, como si no hiciera mucho tiempo que hubieran sacado de allí al rebaño.
            – No veo los cadáveres por aquí.
            El regente se aclaró la garganta.
            – Fueron enterrados, mi Señor.
            Éste enarcó una ceja.
            – ¿Y se puede saber la razón de tal esfuerzo?
            – Por el olor, mi Señor. Los animales se estaban pudriendo.
            “Veo. Mueren por la sequía y el hambre, y luego se pudren.” El Señor se mantuvo erguido en su caballo. Sin mirar a su interlocutor demandó:
            – ¡Explícate, regente!
            El nervioso individuo intentó balbucear una respuesta. Sólo esbozó algo sobre terribles tormentas sobre los animales muertos. El Patrón  permaneció en silencio mientras el regente lo observaba cuidadosamente.
“Tengo un problema del Copón”, pensó. “Debo matarlo ahora, maldita suerte la mía.” Miró jadeando el pedreñal ceñido a la cintura de su amo. “Debe tener buenos oídos y rápidos reflejos. No se debe fiar de mí en absoluto. Seguramente está en guardia. Si lo ataco me dará muerte y si huyo me perseguirá o me dará un tiro por la espalda. ¡Me cago en Dios! ¡Estoy jodido!”
– ¿Qué más debo saber? – preguntó enérgicamente el Señor. – Hay algo que aun no me hayas dicho?
– Ssssi…, Ssseñor. Esta tierra, sssu tierra… ¡está embrujada!
El curtido aventurero quedó mirándolo con intenso desprecio. Esta afirmación lo había tomado por sorpresa. ¡Este cabrón lo tomaba por un  idiota! No sobrevivió todos estos años creyéndose cualquier cuento.
– Tiene una maldición – aseguró el regente. – Está maldita, mi Señor.
– ¡Claro que está maldita! – exclamó el amo, sus pequeños ojos ardían de furia. – ¡Sois vos esa maldición! ¡Y me encargaré ahora mismo en extirparla!
Se acercó al regente con la celeridad como una serpiente y, tomándolo de la ropa, lo arrojó del caballo al suelo. El viejo intentó un movimiento hacia el cuchillo que llevaba oculto, pero una rápida maniobra de su oponente lo dejó con el brazo sobre su espalda y el con el cuchillo lejos.
Apoyó su pedreñal lentamente en un costado del rostro del regente.
– ¿Qué hicisteis con mis posesiones?
– …
– Decidme, o arranco un pedazo de vuestra cara.
Recuperaba su compostura. No acostumbraba enfurecerse y cuando lo hacía no tardaba en calmarse. Esta cualidad le había permitido sobrevivir en varias oportunidades.
– No entiendo que queréis que le diga, mi Señor…
– No entiendes… Te haré entender – aumentó la presión de la pistola sobre la mandíbula. – ¿Por qué intentaste sacar la daga?
– Mi Señor, fue por mi instinto que reaccioné para defenderme de su ataque.
– ¿Y mis posesiones?
– No mi Señor, yo no…
– ¡Habla, o te arrancaré una oreja para ver si se te suelta la lengua! Peores cosas he hecho a otras personas. En Fez me instruyeron en los secretos del dolor. – P ara demostrarlo, punzó con sus dedos la zona lumbar del viejo regente, quien emitió un desgarrador grito de dolor. – Puedo hacer seguir haciendo esto cuanto me plazca y otras cosas que ni queréis saber. ¡Hablareis con tanto entusiasmo que perderás tu vida en ello!
– ¡Sí, mi Señor, dejadme! ¡Os diré!
El Señor aflojó la presión de su brazo, pero no lo soltó.
– Vuestro ganado… –el regente tragó saliva – fue vendido ya hace dos días, mi Señor. También las cosechas.
– ¿Qué cojones iban a hacer con mis tierras?
– Íbamos a venderlas también, mi Señor.
– ¡¿Pero cómo?! ¿Sin mi sello, sin mi firma? – Aumentó la presión en el brazo del regente.
– ¡Ay! ¡Contamos con falsificadores para ello!
– Luego me hablaréis de tus cómplices. Ahora, ¿donde guardasteis todo el dinero?
– En el bosque… Tenemos un escondite en el viejo puesto de observación.
– ¿El bosque? ¡Vaya lugar! ¡Vamos para allá!
Rasgó un trozo de tela de las ropas del regente y con ella ató sus manos por detrás. Ayudo al viejo a subir a su caballo y luego montó él en el suyo.
– Me indicaréis el lugar. Nada de engaños. Recordad el dolor.
El rostro del regente estaba lívido de pánico. Un sudor frío de quien ve venir a la muerte perlaba toda su piel. Condujo dócilmente a su amo al lugar donde había resguardado el oro.
El Señor observó impasiblemente las cuatro bolsas de monedas que había a sus pies. Levantó la vista para encontrarse con la del regente.
– ¿Cuándo iban a vender mis tierras?
– Mañana, a Teba, Señor, el Conde de Teba, mi Señor.
– ¿Guzmán, eh? ¡Seguramente este plan es de esa serpiente! Os convenció, rata. ¡Creísteis que no volvería! ¡Creísteis que me engañaría cualquier cuento! ¿Verdad? ¡Cuentos de maldiciones y de brujerías! ¡Joder! ¡He visto muchas cosas en mis viajes, he vivido muchas experiencias, y creísteis que caería en estos cuentos…!
Hizo un repentino silencio. Escrutó la maleza. Un ruidillo… un animal quizá. Miró al regente, que observaba con interés el bosque. “O un cómplice” pensó. Estaría preparado para lo que fuere.
Pero no estaba preparado para los que surgió de la maleza. Su rostro se desencajó en una mueca de espanto a ver un par de pantalones, solos, bailando, moviéndose de un lado hacia otro entre los árboles. La prenda pasó cerca de los estupefactos hombres y continuó su ruta campo traviesa.
Luego de un rato, pudo articular palabra. Interrumpió las avemarías del regente y le dijo:
– Muy bien, viejo. Haréis lo que os indique. Terminaréis de vender las tierras y luego me entregaréis el dinero. Sabré recompensaros. – Observó al regente, quien le devolvió una mirada atónita.
– ¡Ah, viejo! Espero que sepas callar bien este suceso. ¿Escuchaste?
– Sí –, dijo el viejo, olvidando el “Señor”.

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viernes, 8 de julio de 2011

El viejo pantalón de mi padre


– ¡Toma perro, juega con esto!
Abaniqué un rato el viejo pantalón de mi padre mientras el perro lo seguía con los ojos. Enseguida dio el primer salto sin darle alcance.
– ¡No le des eso para jugar! ¿No ves que todavía está sano?
La voz de mi mujer se oía chillona por sobre los ladridos del perro. Me di vuelta para mirarla y sentí el tirón en el pantalón. El perro forcejeaba sacudiendo la cabeza de un lado a otro.
– Ya tengo uno. Este era de mi padre. No me voy a poner el pantalón de mi padre.
Volví la vista al perro. Éste me miraba fijo con sus ojos negros. Por su expresión cualquiera habría afirmado que estaba por morderme.
– Que tengas otro pantalón no significa que debes tirar éste. ¡Eres un bruto, hombre! ¡Tu padre ya está muerto, ya es hora de que te olvides de él!
– Precisamente, mujer –dejé pasar un tonillo burlón con esta última palabra y eso siempre la irritaba. –Voy a tirar el pantalón para no tener ya nada de él. Si hubiese sabido antes que lo habías guardado…
 – ¡Lo guardé justamente por eso! ¡Porque eres un bruto y testarudo! ¡No sé por qué me casé contigo! ¡Me da vergüenza de que siempre andes con esos pantalones sucios! ¡Te los voy a lavar y vas a tener que andar desnudo por la calle!
– ¡Andaré con los pantalones mojados entonces, o los vas a tener que lavar mientras los tenga puestos… mujer!
Ya comenzaba a notarse un colorcillo rojo en el rostro de Josefa. Sabía que en cualquier momento buscaría algo que arrojarme. Llegó, en cierta ocasión, a romper una banqueta sobre mi espalda. Preferí ahorrarle el esfuerzo.
– ¡Bien, toma! –dije soltando los pantalones. – ¡Ve a buscarlos tú misma!
El perro se alejó juguetón, esperando que lo siguiera, mientras Josefa iba detrás de él, no sin antes fulminarme una mirada y deseándome todos los males de la tierra.
Entré a la casa en penumbras y busqué las velas. No es tarea fácil ser esposo. Mejor le daría los hijos que tanto quiere, a ver si así se mantiene ocupada.
Encontré mi pipa y olvidé las velas. Siempre la dejaba preparada, llena de tabaco, después de terminar de fumar. Afuera quedaban algunas brasas para encenderla. Escuchaba los frenéticos gruñidos del perro en el otro lado de la casa, y la rabieta de mi mujer. Encendí mi pipa y me senté para aspirar el dulce humo, mientras contemplaba el anochecer. Josefa odiaba el olor del tabaco y yo fumaba siempre que teníamos una pelea. Generalmente me echaba de la casa, oportunidad que yo aprovechaba para ir a beber algo en las tabernas del pueblo. Volvía al día siguiente con olor a tabaco y vino y dispuesto a reconciliarme. Esa era la debilidad de Josefa. Le encantaban las reconciliaciones. Por lo tanto, le encantaba pelearse. Mi orgullo sólo me permitía solicitarle su perdón cuando estaba borracho, detalle que ella siempre pasaba por alto.
El perro había dejado de gruñir y ahora lloriqueaba. Me pareció extraño, así que fui a ver que pasaba. Si ella había lastimado al perro, yo…
– ¡Josefa!
Ella me miró con sus ojos verdes bien abiertos y su rostro pálido, más que de costumbre. Su labio inferior temblaba y estaba parada en una posición extraña; algo curvada hacia delante y con los brazos colgando. Corrí a abrazarla y toqué su frente. Estaba fría y cubierta de sudor. Josefa no reaccionaba, sólo me miraba con ojos desorbitados de horror.
– ¿Te ha mordido el perro? –pregunté mirando el agujero que había cavado debajo de la casa. Allí estaba, aún lloriqueando.
Ella trató de articular palabra, pero no le salía la voz. Yo trataba de ayudarla.
– ¿Qué?... el… ¡el qué!... el perro… el… ¡QUÉ! … ¡habla mujer!... ¡por Dios!... el…
– el… el… pa… pantalón.
Miré alrededor buscando el maldito pantalón. No estaba a la vista.
– ¡¿Qué pasa con el pantalón!? Espera un poco, ahora vuelvo.
Debajo de una piedra escondía siempre una bota de aguardiente. Fui veloz a buscarla y regresé igual de rápido, demorándome sólo un par de instantes para aligerar un par de tragos la carga.
Mi mujer estaba en el mismo lugar, pero su aspecto había mejorado un poco. Le ofrecí la bota y la tomó muy nerviosa. Bebió un largo trago, se inclinó y comenzó a toser. La guié hacia dentro de la casa y la ayudé a sentarse. Esperé a que se calmara un poco.
            – Bien, ya pasó. ¿Estás mejor? ¿Ahora puedes hablar? ¿Sí?
            Josefa asintió con la cabeza mientras apartaba la bota a un costado.
            –… Estaba forcejeando con el perro… Yo jalaba… Él jalaba… Entonces el pa… pantalón se soltó y comenzó… –su rostro comenzaba a palidecer otra vez – comenzó a bailar… solo… bailaba… y se fue… bailando… al bosque.
            Mi cara debió haber estado blanca de asombro. Ella me miró y comenzó a sollozar.
            Mi sorpresa dejo paso a la furia.
            – ¡Que se lo lleven los diablos, maldito viejo del demonio! ¡Ni muerto nos deja tranquilos! ¡No, si era sabido, viejo sarnoso! ¡Debió hacer pactos con todos los demonios del infierno! ¡Si viera ahora ese pantalón bailando frente a mis narices, seguro le daría una buena patada en el culo!
            Mi mujer me miraba boquiabierta. Me acerqué a la puerta. Con un ademán traté de alejar mi fastidio.
            – Me voy a la taberna  – dije y, aspirando el dulce sabor del tabaco, me encaminé al pueblo.

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