Hacía rato que bajaba junto a Beto por una grieta obscura que, según me había dicho, terminaba en una cueva con una pequeña virgencita de Lourdes, muy visitada.
– ¡Cómo puede ser!- exclamaba yo, apretado entre las paredes de la hendidura. El descenso era complicado. ¿Como podía la gente frecuentar esta gruta? Usábamos cuerdas y un buen equipo de espeleología. Era impensable llegar sin este equipamiento.
Beto aguardaba a que hiciera pie en un lugar seguro para comenzar a bajar. Llegué finalmente a una espaciosa caverna, tan grande que no alcanzaba a iluminar las paredes con mi linterna. Al hacer pie en el suelo alumbré alrededor y desenganché el mosquetón. Comencé a escuchar el deslizamiento de Beto por la cuerda, un poco más arriba.
De repente noté movimiento en la cueva, en medio de la oscuridad. Vi acercarse al radio de luz a un hombre y a una mujer desnudos como Adán y Eva, sorprendentemente demacrados y con la piel gris de aspecto fofo y lastimado. Me miraban con ojos grandes y redondos como los de un pescado. Pronto se reunió a mi alrededor más gente en este mismo estado, observándome pasmada.
Beto llegó a mi lado y echó una ojeada alrededor, también sorprendido, pero me dejó atónito al escuchar su comentario:
– Creo que nos equivocamos, Flaco. Hemos llegado al Infierno. Dale con el jumar. Subí vos primero.
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