Mi hermana se sentó a mi lado y me preguntó:
– ¿Que estás escribiendo?
La miré y le comenté:
– Una historia sobre una daga y un pirata, Vaught y la daga del resplandor verde.
– ¡No deberías escribir esa historia!
– No te preocupés- le susurré de modo socarrón- Ahí, en la bodega, tengo guardados todos sus secretos.
Ambos observamos, allí sentados, la entrada abierta de la bodega, la escalera ancha que baja, oscurecida; los objetos difusos y sus sombras esbozadas entre temerosos reflejos verdosos. Recordé la nave que se estrelló en la ciudad; maderas podridas, astilladas, fantasmales; el tenebroso y sanguinario capitán; la fisonomía de los álamos que amputaban el fulgurante vaho; el barco que, como un pesado dirigible, se acercaba lentamente a los techos de las casas.
Mi hermana se levantó y salió algo turbada. Yo seguí ensimismado con las sombras de la bodega, hasta que tomé mi bolígrafo y retomé la redacción desde el principio.
“El resplandor de Vaught o La daga maldita”
por Gabriel Sanchez
I
En el desierto de Siria habitaba un terrible demonio. Había construido su morada entre las rocas; su sustancia era el aire y el polvo. Vivía allí, sólo e inquieto, desde hacía mucho tiempo. Se retorcía sobre sí mismo sumergido en un ansia jamás saciada de lujuria y gula.
Se escondió detrás de una gran losa arañada, su lugar favorito, al escuchar los cascos de un caballo acercándose. Vio aparecer a un hombre con un turbante, de rostro curtido y tuerto. Una profunda cicatriz le atravesaba la cuenca de su ojo perdido y le seccionaba la nariz. Se acercó al montón de piedras grotescamente apiladas y sacó de una bolsa unas varas de incienso, que prendió en el acto.
El demonio se metió rápidamente en un agujero cercano y aspiró profundamente el humo aromático. De sus ojos saltaban chispas de ansia y exacerbación. El hombre se inclinó ante el montículo rocoso y dijo:
- Venerable demonio de polvo, acepta esta ofrenda que te he traído. Escúchame y atiende mis peticiones. Soy un capitán de barco y navego por mares lejanos.
“Eres un capitán de barco y navegas por mares lejanos”, repitió el demonio ansioso dejando asomar sus ojitos ávidos.
El hombre lo contempló con su ojo muy abierto y el ceño fruncido. No estaba horrorizado ante la aparición del pequeño-enorme ser, pero su mente adoptó un estado de alerta. El diablillo aún lo miraba.
– Quiero matar a mi hermano-, dijo el hombre.
“Vas a matar a tu hermano”, dijo el demonio. Quería escuchar más, pero el hombre no soltaba las palabras. Finalmente se impuso su ansiedad. Continuó el diablo:
“Eres hombre sanguinario, despiadado. Atacas a otras naves sobre las olas furiosas y encrespadas de las tormentas, con ira viciada de maldad. Hundes los barcos y no dejas nada.”
El capitán no suavizaba su expresión.
“Encallaste tu barco”, dijo el diablillo, luego agregó con tono urgente: “Te daré para que mates a tu hermano.” Salió como un torbellino portando una daga bruñida, con finos detalles labrados y con incrustaciones de pedrería cristalina de un impetuoso color verde. El capitán la apreciaba admirado. El diablo la dejó caer a sus pies.
“A cambio, le dijo, cuando mueras me vas a entregar tu cuerpo.”
El capitán esbozó una amplia sonrisa de dientes negros.
- Es un acuerdo-, dijo. Luego montó y sin decir más se alejó en su caballo llevándose la daga consigo. Emprendió el regreso riendo a grandes carcajadas.
– ¡He negociado un cuerpo muerto!
Mientras tanto, el diablillo bailaba y giraba sobre sí mismo y se hubiera frotado las manos, pero no tenía manos. Quedó arremolinándose con el humo del incienso, aspirando el dulce aroma mientras las brazas se apagaban.
II
Así, el capitán Vaught llegó hasta la vista del puerto de Tiro con su daga. Ésta era mágica y poderosa, pudo comprobarlo durante el viaje. En algunos trechos del camino, una brillante refulgencia verde había manado del arma, a la vez que su caballo se despegaba del suelo y, agitando las patas en el aire, remontaba el reino de los pájaros como Pegaso. El desquiciado animal había resoplado roncamente, pávido, pero el pirata logró manejar la situación con soltura. Sobre una colina con cedros y cipreses reparó en los buques que entraban al puerto y rió con inmensa alegría.
– ¡Voy a recuperar mi barco!
Alzó su daga resplandeciente y la agitó en lo alto; el brillo que manaba como una nube de sangre verdosa parecía deslizarse como cera derretida alrededor de su brazo. Momentos después surcaba el aire nocturno por encima de las luces de la ciudad montado sobre su aterrado animal.
III
El caballo trastabilló cuando sus cascos chocaron con la destruida cubierta. El barco estaba hundido hasta la mitad, abrazado por arrecifes y barrido por las algas. Vaught se plantó ante el timón de mando con los brazos cruzados sobre el pecho, henchido como una paloma diabólica. Inspeccionó con la mirada los restos de su viejo bergantín; la Estrella Verde de los Mares, el Remonta-nubes…
Alzó su daga resplandeciente y el barco bramó cuando se despegó de las rocas y comenzó a elevarse escoltado por la sonora carcajada de su capitán. Ascendió los cielos con trozos de coral adheridos al casco, mientras su caballo resbalaba y se precipitaba hacia las olas embravecidas.
La luna, vigía de los cielos tenebrosos por encima de las nubes de tormenta, fue su faro mientras ponía rumbo a esa ciudad de desgraciados pescadores de la cual su hermano, Long, el maldito, era el despótico gobernador. Sin embargo, con el aire frío de la noche en el rostro, pensó que sería bueno tener una tripulación de marinos, o piratas, o mercenarios, o esclavos, igual le daba. Si con el poder de su daga controlaba un barco, podía manejar un montón de negros. Rió mientras viraba su fragata con rumbo a Sofala, donde podría reclutar su tropa. Luego tomaría por asalto la fortaleza de Long, lavaría toda la cubierta con su sangre y llenaría la bodega con su oro.
Atravesó Madagascar tan rápido que le pareció un islote borroso. Ya tenía enfrente la costa africana, Sofala, colonia de portugueses, mercado de esclavos. Allí, en el puerto, había varios barcos con tripulantes despavoridos. Se acercaba el Estrella Verde, espectral y enloquecedor, con su proa dirigida a una de las balandras de esclavos como un titánico rapaz, apocalíptico, nacido del caos apócrifo y clandestino entre las leyes naturales establecidas por Dios, soberano de la vigilia; su capitán, parado sobre cubierta, rodeado de espeluznantes llamaradas verdes y vapores infernales.
Las voluntades sojuzgadas de la tripulación fueron izadas por la desenfrenada autoridad de la daga. Ansioso, Vaught partió de inmediato con su hueste. Con su supremacía lo controlaba todo y siempre reía, como si se tratara de un juego donde él tenía la mejor racha de la noche, emborrachándose con el poder del diablo. No meditó ningún plan complicado: caer con la fiereza de un tornado y arrastrar a su sorprendido hermano hasta su barco, golpearlo, escupirlo y hundirle su daga en el corazón.
IV
Así fue como arribó a la ciudad de Montevideo, como una glauca nube de tormenta, espantando muchedumbres, ensombreciendo las calles. Negros y portugueses cayeron sobre el palacio residencial de Long y se dispersaron furiosos por los pasillos, luchando, matando guardias y sirvientes.
Hallaron a Long, voluminoso, erguido y armado. Mató varios enemigos, pero no era posible resistir toda esa rabia hipnótica y los brazos fibrosos de los negros que lo llevaron entre gritos salvajes. Desde un balcón del palacio arrojaron a Long sobre la cubierta del Estrella Verde, que flotaba sin peso. Asediado por un efluvio virulento se presentó Vaught ante él, como un espectro destilado de las profundas grietas de los abismos marinos, riendo enloquecido, con su chispeante ojo acariciando ávido a su hermano. “¡Long!” escupió trabajosamente y siguió riendo ante el gesto estupefacto del dictador. “¡Ahg..., pirata carroñero!”, gritó éste.
– ¡Debiste haber sido colgado! ¡Eres..! ¿De las bocas de que demonios escapa todo ese vaho y ese resplandor podrido que te rodea? ¿Qué eres aborrecible...?- fue interrumpido por su propio alarido desquiciado.- ¡No te acerques, cadáver!- le gritó despavorido y asqueado.
El pirata extrajo la daga lentamente. Su mente giró en torno al gesto de espanto de Long, los ojos blancos, grandes, fuera de sus orbitas. Pensó en ese gusano gordo, rata traidora que empalidecía; pensó en su poder, el verdadero terror, el poder, el amo, el poder...
Quedó con la mirada perdida en un lugar bajo la luna gris en forma de guadaña, con lo brazos erguidos, blandiendo la daga que lo bañaba de su saliva obscena y brillante. Se dio cuenta a tiempo de que su hermano intentaba huir, pero lo alcanzó justo antes de que saltara por la borda hacia el vacío. Con un grito de júbilo hundió la daga en el pesado cuerpo, en intervalos, con rabia turbulenta y espasmos de placer que, sin advertirlo, fueron transformándose en estertores de agonía, mientras sucumbía en medio del charco sanguinolento como una masa nauseabunda, despidiendo exhalaciones, humores y la verdosa irradiación desde cualquier abertura de su cuerpo. Pensó, desde el piso inmundo, que debía saquear el palacio y la ciudad entera, mientras su barco descontrolado comenzaba a alejarse flotando a la deriva y perdiendo altura sobre los techos.
……
Mi hermana me escudriñaba desde las escaleras que bajaban a mi estudio. Estaba sentada con la cabeza apoyada sobre sus manos. Allí había estado largo tiempo sin que yo reparase en ella mientras escribía. La miré. Su semblante traslucía preocupación y curiosidad.
– ¿Puedo ojear lo que escribiste?
Me enderecé en la silla simulando distenderme.
– Bueno.- le dije deslizando el bloc de notas hacia ella. Lo tomó y durante un rato estuvo leyendo. De tanto en tanto hacía una mueca y fruncía el entrecejo.
– No me gusta.- dijo dejando la libreta en las escaleras. Luego se levantó y se fue.
Me quedé observando el bloc durante un rato y luego me concentré en las escaleras que bajaban a la bodega, abstraído en un cetrino resplandor verdusco que nadaba entre los contornos grisáceos. Sería éste, tal vez, mi fuente de inspiración.
Me incorporé y bajé. La bodega, con sus objetos inanimados, sombríos, estáticos, inalterables. La luz verde provenía de las rendijas de un armario desvencijado. Me dirigí hacia él y abrí las puertas.
Allí estaba lo que hallé en el barco encallado entre edificios y patios traseros. Luego de subir a su pegajosa cubierta la encontré, deforme, con una última expresión de desasosiego labrada en el rostro; los ojos hundidos, la boca abierta, la cabeza del capitán.
Allí la tenía ahora, con el fulgor saliendo trémulo de su interior, como si proviniera de una lámpara que es sacudida nerviosamente de aquí para allá todo el tiempo. Algo que se agita adentro, que se remueve, gira, baila y ríe, loco de contento, feliz de haber encontrado un hogar más acogedor que las ásperas piedras del desierto. Sus huecos resbaladizos y blandos, reconfortantes, colmados de cálidas supuraciones y serosidades. Mirándome lujurioso desde allí, atiborrado, mientras reprimo arcadas, pero sin dejar de contemplarlo obsesionado, revolviéndose en su demencia, en su afable morada, el informe diablillo, el resplandor verde, la maldad lujuriosa un poco más saciada y que ahora baila sobre la lengua del capitán.
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