sábado, 17 de septiembre de 2011

La muerte de la liebre


La noche me había abrazado en la ruta, sin prisa, lánguida e indolente. Cubría mi mente adormecida, refugiada en las líneas discontinuas de la calzada que eran tragadas por la camioneta en sucesión cronométrica. De regreso hacia el pozo, con el mandado en el asiento trasero, los víveres para la semana; me escurría entre campos agrestes y mutilados por las empresas petroleras.
Las tinieblas se condensaban a los costados del camino. Los faros de la camioneta eran dos centellas avanzando decididas por esa enorme y agraviada tormenta de oscuridad.
A veces emergían abrumadores espectros de la penumbra. Las cigüeñas, terribles aparatos de bombeo con brutal fuerza mecánica. Péndulos sempiternos, apáticos, inauditos entre las sombras.
Yo me quemaba en sueños de mundos quiméricos, habitados por realidades inconcebibles, por malignas torres hechiceras inspiradas en las espeluznantes torres de perforación, con sus piletas y sus trailers, comunicadas por secretos accesos invisibles, perdidos, misántropos. Aldeas y torres, iluminadas con deslumbrante arrogancia, parecían colgar de la negrura de las desoladas colinas bajo los nubarrones, mientras encendían con biliosos resplandores aquellas imponentes barrigas plomizas de dioses megalómanos.
Un instante sorpresivo quebró mi embelesamiento. Algo saltó hacia el asfalto. Pude ver una pequeña mole peluda y ágil en una precipitada carrera, tratando de cruzar zigzagueando el camino delante de mi camioneta veloz y pesada. Escuché un golpe sordo.
Atónito continué mi viaje durante algo más de un minuto. Una liebre. Mirando el espejo retrovisor juzgué la conveniencia de regresar para ver el cuerpo del animal o continuar mi viaje. Ya estaba atrasado y llegaría bien tarde. Más adelante me esperaba un enorme trecho de caminos enripiados, duros. Desde ya, tendría poco tiempo para descansar, al día siguiente debía levantarme temprano para comenzar una jornada ardua de doce horas ininterrumpidas de trabajo frenético. Con un suspiro y un gesto de impaciencia para con mi naturaleza caprichosa, desaceleré y me orillé. Di media vuelta y busqué despacio el lugar del accidente. Justo cuando comenzaba a sospechar que se había alejado, herida tal vez, la localicé luego de una curva, como un fuego fatuo, reflejando un blanco fluorescente al ser iluminada por las luces del vehículo. Allí estaba tendida y, ciertamente, aún estaba viva.
Había logrado cruzar completamente el pavimento hasta la banquina opuesta. Me quedé sin saber muy bien que hacer, sentado ante el volante. Sus ojos aterrados me miraban mientras descendía de la cabina para inspeccionarla. Con sus patas delanteras intentó escapar, arrastrando apenas algunos centímetros sus patas traseras como un peso inerte. Su cadera colgaba completamente rota. Y en su mirada, el terror y el instinto de sobrevivir. Me acuclillé a su lado y nos contemplamos varios minutos. Su lomo se agitaba, subía y bajaba incesantemente, como un suave fuelle de piel. Movimientos rápidos, cortos, continuos, al unísono con su excitable corazón de roedor.
Una mezcla de vergüenza y piedad. Sólo así podría describir mis emociones en aquellos instantes filosos de muerte.
Piedad.
Subí a la camioneta con determinación, pero me licuaba internamente. Sufría por el animal y por el pavor de presenciar el abismo insondable y oscuro. Di arranque. La liebre se relajó. Dejó de temblar. Como si de un mutuo acuerdo se tratara me miró tranquila. Esperó su muerte.
Avancé con la camioneta.  Se estremeció dos veces al toparse ambas ruedas derechas con el cuerpo. Esgrimí muerte luego de levantarse la oscuridad sobre el campo. Mis lágrimas arreciaron y me hundí de luctuosos pensamientos.
Retomé mi camino, en silencio, mirando las sombras, la luz de los faros.
Las liebres son estúpidas, tratar de ganarle a la velocidad de un vehículo… ¡Que arrebatadas! ¡Locas, enajenadas!
Mis meditaciones se adormecieron con la cadencia de la camioneta y la noche indiferente.
¡Y AHÍ LA VÍ! ¡De nuevo! ¡Otra liebre! ¿Otra liebre? Surgió del mismo costado y cruzó corriendo la ruta por delante de las luces blancas. Lo hizo en un instante y lo logró. ¡Esta vez lo logró! Volvió invencible para retar al hombre y sus máquinas y se perdió por siempre vencedora en la oscuridad.
Hay muchas liebres en el camino, pensé luego. Por supuesto, lo más probable es que haya sido otra diferente. Otra carne, otros huesos. Pero en mi alma, la criatura fue la misma. Mi espíritu atravesó nuevamente el asfalto con ella, vivo y eterno, y saltó por las colinas negras, debajo y por sobre los poderes del mundo salvaje; la sangre llenando con fortaleza mis extremidades, corriendo más veloz que la muerte.

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