– ¡Ay!, hermano querido, no me hubiese acompañado. Me conmueve su predisposición, pero le aconsejo que regrese y me deje ir solo. Sé lo que piensa, pero pa’ mí es otra cosa. Este mal es de mi propia cabeza, de eso estoy seguro. Tal vez sea sólo la imaginación. Sí, no me ponga esa cara, capaz que me he vuelto loco. Don Anselmo, le aconsejo que regrese.
– No me desconsidere de esa manera, don Casimiro. No hay manera de que me haga pegar la vuelta. Yo también sé de estas cosas, y tal vez mejor que usted. Ha leído usted muchos libros, pero aquí estas cosas son comunes, la gente está habituada. Yo que usted ni siquiera me haría problema, pero si insiste en ir a ver, yo no voy a dejar que vaya solo.
– Le estoy muy agradecido por el servicio que me hace, don Anselmo. Le tengo que confesar que me he cagado en serio, pero no soy hombre crédulo, y no voy a poder dormir hasta encontrarle una explicación a esto.
– Don Casimiro, le digo, esas luces no son malas. Volvamos pa´l bautismo, que ya va a estar lista la ternera. Don Carrizo va a sacar el patero que sobró del casamiento del Miguelito Martínez, y no quedaba mucho.
– Vuelva si tiene ganas de chupar. Ya le dije que no tiene por que acompañarme. Estoy seguro que han sido visiones mías, nomás. La mente nos puede jugar trucos, don Anselmo. La psicología ha avanzado mucho. Existe la esquizofrenia. La gente cree ver cosas que no existen. ¡No vaya a ser que me haiga dado a mí!
Don Anselmo seguía con la mirada clavada en el piso. Sólo asintió brevemente a las sospechas de don Casimiro Arrieta, pero estoy seguro que a un buen observador no se le habría escapado su mutismo resignado. Siguieron caminando un rato sin decir palabra, alumbrándose con la luz temblona de la linterna, y la de la luna, que estaba menguante y que ya se veía penosamente. La niebla se había empezado a levantar despacito, y desdibujaba la sierra, que un rato antes se recortaba negra bajo el cielo del anochecer. Apenas se podía ver el lucero, y el fogón de la casa, allá a lo lejos. Don Casimiro había creído ver que se perdían por allí unas luces que se le habían aparecido de imprevisto, mientras rumbeaba pa´ la casa de los Manrique, que festejaban el bautismo de la nena de José esa noche.
Don Anselmo se prendió un armado. “Ya ve, hermanito. Estamos perdiendo el tiempo”, pensó, pero no dijo nada. Sabía que por ahí asustaban, y si él no lo acompañaba, don Casimiro se mandaba solo. Diez años hacía que vivía don Casimiro en el pueblo y no se había acostumbrado a las cosas que pasan en el campo. Don Anselmo le pegó una pitada a su cigarrillo pa’ disimular un suspiro.
–Ya ve, hermano...- dijo, sin terminar la frase que había pensado hace un minuto.- La huella ya casi no se ve, y la niebla está bajando. Ya ni se ve el fogón.
– Espere un cachito, don Anselmo, que pispee un poco más.- dijo, pero viendo que don Anselmo ya no daba ni un paso, agregó:
– Y bué..., vamos.
Se habrían alejado unos quinientos o seiscientos metros de la casa, según calculó don Anselmo, pero habiendo caminado unos cien metros de vuelta, todavía no se veía el fogón.
– Y no pareciera tan espesa la niebla- comentó don Casimiro.
– Traiga la luz mas acá- dijo don Anselmo escudriñando en el suelo. Don Casimiro notó en ese momento que no se veía la huella.
– No puede ser que la hayamos perdido.- dijo sobresaltado.- ¡No puede ser!
– Pa´ allá está la casa, no se me asuste, compadre.- le tranquilizó don Anselmo señalando hacia donde iban caminando, pero agregó pensativo:
– Pero veníamos por la huella, es raro.- tiró lo que le quedaba del armadito y se puso a caminar en dirección pa´ la casa.
Siguieron así como diez minutos, sin conseguir ver ni una chispa del fogón. La niebla se cerraba cada vez más y reflejaba con un amarillo enfermizo la luz de la linterna. Don Casimiro se dio cuenta que estaba muy sudado. Se sentía parte de una escena macabra montada por el mismísimo Diablo.
– Hemos equivocado el rumbo, don Anselmo.- dijo con la voz apagada.
Don Anselmo se detuvo y atisbó a lo lejos lo que le parecía como una luz amarillenta que se movía vacilante. Le indicó con un ademán a don Casimiro.
– Mire compadre, allá se ve como una luz. Una linterna seguro. Alguien anda por el campo como nosotros. A lo mejor es la luz que vio usted.
– No, ni parecida, don Anselmo. Las luces que vi yo eran dos y eran azules, y se movían más rápido.
– Es una linterna.- aseguró don Anselmo, pero se quedaron observando en silencio alrededor de un minuto como pa´ estar seguros. La luz de movía inquieta. Efectivamente parecía una linterna meneada de un lado a otro por su portador, como si buscase algo.
– ¿Que hará solo por el campo a esta hora?- preguntó don Casimiro. Después tuvo una ocurrencia:
– ¿Y si es un aparecido?
– ¿No era que no creía en eso, compadre?- preguntó don Anselmo.
– Le puedo decir que las brujas no existen, pero que las hay, las hay. El cagazo me lo estoy llevando igual.
– No se me asuste hermano. Me parece raro que éste no nos haiga visto. Le vamo´ a silbar, a ver si responde.- dicho esto emitió un silbido corto pero profundo, que razgó el silencio del páramo como un cuchillo.
Siguieron unos segundos expectantes. La luz parecía no moverse, avizora, tratando, tal vez, de reconocer la fuente del sonido entre la niebla nocturna. Finalmente, el chiflido fue contestado por otro similar, más agudo, más penetrante. Fue seguido de un “¡Eoh! ¿Quién anda?”.
– Esa es la voz del Chiquito.- aseguró con rapidez don Casimiro.- ¿¡Chiquito!?- gritó luego a la oscuridad.
– ¡See...!- respondió el aludido.
Inmediatamente se pusieron en marcha hacia la luz. El Chiquito Manrique, el hermano del José. ¿Que estaría haciendo por ahí?, se preguntó don Casimiro, pero lo mismo se debería estar preguntando el Chiquito de ellos. Su figura fue tomando el aspecto humano, como un fantasma, entre la niebla. Su rostro iluminado, sus ojos bien abiertos, oteando en la oscuridad.
– ¿Qué andan haciendo por acá?- preguntó el Chiquito.
– Fuimos a buscar aparecidos, y el único que apareció fuiste vos.-respondió socarrón don Casimiro.- y habíamos perdido la huella.
Y, efectivamente, la habían vuelto a encontrar. El Chiquito estaba parado sobre el camino.
– A usté lo andaba buscando, don Anselmo.- dijo el Chiquito mientras se ponían en marcha, con don Casimiro a la cabeza, hacia la casa, desde donde ya se escuchaban los acordes de una guitarra, y una voz aflautada que nadaba en una cueca.
– ¿Y pa´ que será?- preguntó don Anselmo.
– El José me ha mandao pa´ pedirle la llave de la despensita, pa´ sacarle el jamón a los convidaos.
– A mi no ha dado ninguna llave el José, ¿pa´ que me la iba a dar?- respondió don Anselmo encogiéndose de hombros.
– ¡Pero si él me ha dicho!- replicó el muchacho.
– Pero no me ha dado nada, se tiene que haber confundido.- respondió tranquilo don Anselmo.
– Bueno, pero mire, don Anselmo, mire, vea...
Don Casimiro seguía caminando, más concentrado en el olorcito a chivito asado que iba llegando, a la vez que se iba yendo la niebla, que en la conversación de los otros dos. Demoró unos segundos en darse cuenta que los otros se habían parado. Al volverse lo vio a don Anselmo. Estaba de espalda y de rodillas. El Chiquito no estaba y tampoco se veía la linterna. Fue a ver que había pasado. Y lo que vio: don Anselmo, de rodillas, tenía la cara descoyuntada en una mueca de espanto, los ojos desorbitaos mirando adelante, y la mano derecha agarrándose el pecho. La boca estaba abierta, como si hubiera querido proferir un grito y no le hubiera salido. Don Casimiro se quedó un rato sin reaccionar, mirando a don Anselmo, presa del mayor asombro. En cuanto se pasó su espasmo se movió rápido.
– ¡Un ataque!- exclamó mientras lo levantaba y lo cargaba al hombro. Antes de salir corriendo a la casa, gritó oteando en la oscuridad:
– ¡Chiquito!- pero su llamado sólo fue contestado con el silencio.
Marchó, entonces, pa´ la casa corriendo, cargando a don Anselmo. Cuando lo vieron llegar salieron cuatro o cinco a socorrerlo. Ahí, entre ellos, estaba el Chiquito. Cuando lo vio don Casimiro le gritó:
– ¡Chiquito! ¡¿Qué pasó?!
El Chiquito lo miraba sorprendido, como si no entendiera nada.
– ¿Qué pasó de qué?
Y así fue que pasó, el Chiquito nunca se había movido de la casa. Estuvo todo el tiempo guitarreando y chupando, y ya estaba medio en pedo cuando llegó don Casimiro cargando al don Anselmo. El viejo se murió a los minutos de traído a la casa, de un paro al corazón. Fue un susto muy grande el que lo mató. Esta historia me la contó Casimiro Arrieta de su propia boca, y también algunos de los que estaban ahí y lo vieron llegar. El Chiquito dice que son güevadas que era a él al que vieron en el campo entre la niebla. Pero a veces, dicen, que el Diablo se disfraza de gente conocida, así uno agarra confianza con él, y cuando se quiere acordar, te lleva el alma. No hay que salir así al campo, de noche, y sobre todo cuando baja la niebla, porque se abren puertas a otros mundos, y es territorio del Diablo, y puede hacer lo que quiera en ese momento.
Conozco otras historias peores que ésta. Siempre es bueno llevar un crucifijo o una estampita de la Virgen, o de San Benito, por las dudas. También se puede preguntar a una bruja sobre como protegerse de mal cuando uno anda solo de noche, pero mejor es no meterse con esas cosas de mandinga.
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