martes, 1 de marzo de 2011

La mesita de las ideas

“Me senté a esperar. No conocía a nadie en ese bar de la calle Libertador y sabía que era muy probable que no entrara nadie conocido. La soledad me humillaba, y comprendía que la espera y la soledad era casi lo mismo. Eso de estar acompañado por la soledad era muy trillado y no me gustaba, o eso de estar acompañado por la cerveza que estaba bebiendo, digo, porque también estaba acompañado por mis pantalones, mis cigarrillos y mis huesos. Quiero decir que prefería pensar que estaba solo, no acompañado por nadie ni por nada. La mundana soledad del que se sienta solo y no filosofa, y sólo se entretiene con concentrarse en las sutiles luces de las paredes. Y casi me estaba creyendo todo eso cuando apareció…”


Me había quedado en esa parte y noté que estaba totalmente falto de inspiración. Me levanté rápidamente de mi silla y volví a leer lo que había escrito en la computadora. En el texto no había nada y cuando debía aparecer alguien (o algo) que cambiara el triste panorama de mi cuento advertí que me había quedado solo. Todas mis ideas se habían ido vaya uno a saber donde. Me abrigué y salí de mi viciado departamento apresuradamente con la intensión de ir a ese bar y ver si allí encontraba algunas de ellas. Atravesé el patio del asqueroso consorcio con mi moto al costado hasta el pasillo oscuro que conducía a la calle. El canto repentino de unos pájaros que una vecina tenía colgando en una jaula me sobresaltó. Lo sentí como un insulto. Que mierda de gente. Sé que a mí los pájaros se me vuelan.

El aire del invierno es doloroso en la moto. Te punza, como alfileres de hielo en las manos y en la cara, se te contrae la mandíbula y sólo pensás en llegar lo antes posible, a sabiendas que mientras más rápido vayás, con más dureza te golpeará el aire.

Libertador, entre Paula y Urquiza, el tontódromo al que todos acuden los fines de semana. Bares y boliches se continúan, alternándose con algunos comercios de vinos y artesanías, alguna heladería abandonada en esta época, y casas de clase media-alta cuyos habitantes se resignan a la ruidosa movida nocturna.

Entré por un puente cerca del bar con el impulso que traía la moto. Algunos peatones se detuvieron para dejarme pasar. Hice caso omiso de ellos, tal vez por vergüenza, al notar sus mentes dirigidas hacia mí esbozando puteadas. Até la moto y el casco al caño de un cartel y entré al emporio del vicio y la ansiedad.

Solo, con las miradas encima. Uno trata de hacerse el que sabe bien que está haciendo, pero sólo hace de idiota extraviado. Todos lo saben, se dan cuenta, pero nadie dice nada. La distracción por el nuevo en el salón sólo dura una respiración antes de volver al tema que en el que ocupaban su ocio. Sólo unos pocos aburridos concentran un poco más de atención en mí, pero ellos también dan pena. Son unos aislados mentales como yo, y entre todos nos sostenemos a pesar del otro.

Tal como escribía un rato antes, no hay nadie conocido y me espera la aburrición. Que mierda, conozco gente pero nadie está. No me agradan los “conocidos a medias”, esos que saludo con ¡Eh! ¡Cómo andás!, mientras trato de recordar su nombre o al menos de donde lo conozco.

Finalmente, lo que no esperaba: el idiota del pueblo. Ese con el que no quería encontrarme, ese que me saluda animadamente mientras le seca la mente a unas chicas bastante buenas. Si no lo conociera, aprovecharía este hecho. Me acercaría para entablar una relación con algunas de ellas. Pero sé que ellas sólo desean que se vaya. Son chicas demasiado amables y educadas como para echarlo. Chicas educadas en Hello Kitty escuchando la lamentosa explicación de porque mataron a Trinity en Matrix.

La suerte me llamó (creo) a una mesa vacía. Acababan de irse dos chicas. Cuando las chicas se van, yo llego. Y si todavía no se van, espero. Así de idiota me sentía. Pero me consolaba. Me decía: “Viniste por otra cosa. Por inspiración”. Luego me hago el interesante en mi mente. Me hago el genio, me siento un genio, el diamante en bruto en el barro mediocre. El tipo más interesante de todos en ese bar. Pero nadie lo sabe. Todos ven a un idiota sentado solo, y lo peor es que me convencen de que lo soy.

“Espera un poco”, me digo. “¿No ves que nadie te presta atención? Todos te olvidarán mañana, olvidarán este ridículo que estás pasando.”

 ¿Está ocupada esta silla?- me dice uno que recién llega.

 No, adelante.

Otro que vino con él sólo me hace un gesto con la restante silla vacía que estaba ante mi mesa. Yo le hago la señal de “adelante, todo bien”, y se sientan ambos con sus amigos entre risotadas.

Ahora no sólo estoy solo, sino que se nota demasiado. Y allí llega la moza, que para colmo está buenísima y la conozco de algún cumpleaños. Yo, sentado en la única silla que hay ante la mesa, pido una cerveza, con un vaso y un platito de maní.

Bien, llegada mi cerveza (después de un rato), con mi cigarrillo prendido, me dedico a observar a los otros, hasta que me siento un idiota. Luego me dedico a observar la luz dorada que atraviesa la cerveza de mi vaso helado, hasta que me siento un idiota. En realidad, todo el tiempo, sólo ruego que ocurra algo que me saque de esta pesadilla. ¿El tiempo límite? Esa botella de cerveza.

“Ideas, ideas…”, hasta ahora todo tal cual como estaba escribiendo en mi casa. “Hasta que apareció…” ¡Las pelotas aparecieron! El Señor Fastidio da señal de su presencia. ¡Siéntese a mi mesa, Señor Fastidio! ¡Ah!, ¿no tiene silla? ¡Consígase una, y si no, quédese parado! Ojalá se fuera, pero este es un señor persistente. Se queda parado a mi lado y se apoya cómodamente sobre mi cabeza.

Llevo tres vasos de cerveza y siete cigarrillos. Estoy por prenderme el octavo. En algunos lugares se prohíbe fumar adentro. Este aún tiene la decencia de tener un sector de fumadores. Cada cigarrillo repite mis pensamientos. Cada vez más ensimismado, luego avergonzado (…cada vez más) y luego fastidiado (¡CADA VEZ MÁS!). ¡Señor Fastidio! ¡Cuánto me queda! “Tres sorbos”. ¡Pues bien! ¡Uno, dos y tres!

El apuro provocó que me atragantara con el bello líquido y comenzará a toser mis pulmones desesperadamente, con la cabeza roja a punto de estallar. Un par de tarados amables se acercaron a golpearme la espalda.

 ¿Estás bien?

Doy una ojeada alrededor. Todos me miran. Las chicas con gesto de preocupación, otros sólo con curiosidad. Algunos sonríen.

 Sí, sí. Gracias.

La moza se acerca.

 ¿Querés un vaso de agua?

 No, te agradezco. ¿Cuánto es?

 Trece pesos.

 Tomá.

 Gracias.

Se va. Me voy. Siento sus miradas. Espero que confundan mi cara enrojecida con la fuerte tos y no con el calor del momento.

El aire fresco me hace bien mientras vuelvo en mi moto. Me concentro en los aguijonazos de frío mientras me alejo del recuerdo de aquel puto bar.


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