Cerremos los ojos e imaginemos una silla. Una silla genérica, prácticamente una figura geométrica. Tiene cuatro patas y es de madera. Sus patas se unen con las contiguas por apoyos. El respaldo, una tosca tabla rectangular. La vemos en su totalidad y gira en nuestra mente para apreciarla desde todos sus ángulos.
Allí está la silla, la visualizamos, toda a la vez, pero no apreciamos sus detalles. Aun no concebimos ninguno.
Nos aproximamos a una de las patas por su extremo inferior, la base, casi donde contacta el suelo. Nos vamos arrimando. Comenzamos a apreciar los detalles de la madera, los dibujos de ella. Mientras subimos despacio por la pata, nos acercamos cada vez más. Vemos las irregularidades de su manufactura, vemos astillas furtivas bajo las suaves superficies barnizadas. Grietas antes ocultas se hacen evidentes.
La superficie vertical de la pata se nos hace basta, omnipresente. Mientras seguimos subiendo vemos una colosal viga que emerge y se extiende, como un antiguo puente, construido por manos de eras inmemoriales, dominado por el tiempo eterno, hacia otra pata lejana, borroneada por el espacio que pretende transgredir nuestra mirada.
Seguimos subiendo como planeando entre fisuras, pliegues y caprichosas crestas, compenetrándonos cada vez más con aquellos relieves, sondeando hondonadas, y ahí están: formas geométricas, civilizadas. Canales laberínticos donde nos adentramos para ver ahora los muros surcados de glifos y símbolos; formas mayas, quizás, o egipcias, o etruscas, o rúnicas; todas a la vez. Un intrincado tejido de señales.
Ahora logramos ver la curva: el mundo se empieza a horizontalizar. ¡Pero no! ¡Era sólo una inflexión pequeña y se vuelve a enderezar! Más allá se ve la verdadera. Se vuelve a curvar el mundo. La terraza del rascacielos inmortal. Lo recorremos viendo que en los sinuosos canales hay gente. Gente esculpiendo, gente trabajando. Vida.
Aparece en el horizonte azulado Lo Grande, Lo Inconmensurable. El muro infinito, el respaldo, si es que recordamos la silla, ofuscado por las nieblas. Y abajo vemos los muros grabados y a las personas que los han construido para aquel dios universal desde los tiempos eternos; los padres de los padres de sus padres. Los hijos de ahora vivos y los de ayer muertos, descansando en pasillos olvidados, en ocasiones jamás surcados desde su construcción. El universo entero de complejidad infinita. Vemos las historias de sus habitantes. Apreciamos sus pasiones más gloriosas. Sentimos sus pensamientos más vergonzosos.
Y es una silla. Sólo eso, para sentarse. Los ínfimos seres no son advertidos por nosotros en ninguna de sus dimensiones. Sólo es una silla. Y nos sentamos. Los ácaros en su mínima importancia no ocuparán nuestros pensamientos. No nos importa la manera en que nos perciben. Sólo sabemos que un ácaro jamás entenderá nuestra condición real. Casi no existen. No conciben la altura de nuestro entendimiento, de nuestra apreciación de las cosas, de nuestro manejo del entorno. De lo que representa el Sol para nuestros espíritus. De la sabiduría que emana. De la vida que de él depende. De su influencia en nuestros cuerpos y en nuestras mentes. De sus ciclos que dictaminan nuestros destinos. ¡Oh! ¡Sol, Señor de la Eternidad, bendícenos con tu luz y tu calor!
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