– ¡Toma perro, juega con esto!
Abaniqué un rato el viejo pantalón de mi padre mientras el perro lo seguía con los ojos. Enseguida dio el primer salto sin darle alcance.
– ¡No le des eso para jugar! ¿No ves que todavía está sano?
La voz de mi mujer se oía chillona por sobre los ladridos del perro. Me di vuelta para mirarla y sentí el tirón en el pantalón. El perro forcejeaba sacudiendo la cabeza de un lado a otro.
– Ya tengo uno. Este era de mi padre. No me voy a poner el pantalón de mi padre.
Volví la vista al perro. Éste me miraba fijo con sus ojos negros. Por su expresión cualquiera habría afirmado que estaba por morderme.
– Que tengas otro pantalón no significa que debes tirar éste. ¡Eres un bruto, hombre! ¡Tu padre ya está muerto, ya es hora de que te olvides de él!
– Precisamente, mujer –dejé pasar un tonillo burlón con esta última palabra y eso siempre la irritaba. –Voy a tirar el pantalón para no tener ya nada de él. Si hubiese sabido antes que lo habías guardado…
– ¡Lo guardé justamente por eso! ¡Porque eres un bruto y testarudo! ¡No sé por qué me casé contigo! ¡Me da vergüenza de que siempre andes con esos pantalones sucios! ¡Te los voy a lavar y vas a tener que andar desnudo por la calle!
– ¡Andaré con los pantalones mojados entonces, o los vas a tener que lavar mientras los tenga puestos… mujer!
Ya comenzaba a notarse un colorcillo rojo en el rostro de Josefa. Sabía que en cualquier momento buscaría algo que arrojarme. Llegó, en cierta ocasión, a romper una banqueta sobre mi espalda. Preferí ahorrarle el esfuerzo.
– ¡Bien, toma! –dije soltando los pantalones. – ¡Ve a buscarlos tú misma!
El perro se alejó juguetón, esperando que lo siguiera, mientras Josefa iba detrás de él, no sin antes fulminarme una mirada y deseándome todos los males de la tierra.
Entré a la casa en penumbras y busqué las velas. No es tarea fácil ser esposo. Mejor le daría los hijos que tanto quiere, a ver si así se mantiene ocupada.
Encontré mi pipa y olvidé las velas. Siempre la dejaba preparada, llena de tabaco, después de terminar de fumar. Afuera quedaban algunas brasas para encenderla. Escuchaba los frenéticos gruñidos del perro en el otro lado de la casa, y la rabieta de mi mujer. Encendí mi pipa y me senté para aspirar el dulce humo, mientras contemplaba el anochecer. Josefa odiaba el olor del tabaco y yo fumaba siempre que teníamos una pelea. Generalmente me echaba de la casa, oportunidad que yo aprovechaba para ir a beber algo en las tabernas del pueblo. Volvía al día siguiente con olor a tabaco y vino y dispuesto a reconciliarme. Esa era la debilidad de Josefa. Le encantaban las reconciliaciones. Por lo tanto, le encantaba pelearse. Mi orgullo sólo me permitía solicitarle su perdón cuando estaba borracho, detalle que ella siempre pasaba por alto.
El perro había dejado de gruñir y ahora lloriqueaba. Me pareció extraño, así que fui a ver que pasaba. Si ella había lastimado al perro, yo…
– ¡Josefa!
Ella me miró con sus ojos verdes bien abiertos y su rostro pálido, más que de costumbre. Su labio inferior temblaba y estaba parada en una posición extraña; algo curvada hacia delante y con los brazos colgando. Corrí a abrazarla y toqué su frente. Estaba fría y cubierta de sudor. Josefa no reaccionaba, sólo me miraba con ojos desorbitados de horror.
– ¿Te ha mordido el perro? –pregunté mirando el agujero que había cavado debajo de la casa. Allí estaba, aún lloriqueando.
Ella trató de articular palabra, pero no le salía la voz. Yo trataba de ayudarla.
– ¿Qué?... el… ¡el qué!... el perro… el… ¡QUÉ! … ¡habla mujer!... ¡por Dios!... el…
– el… el… pa… pantalón.
Miré alrededor buscando el maldito pantalón. No estaba a la vista.
– ¡¿Qué pasa con el pantalón!? Espera un poco, ahora vuelvo.
Debajo de una piedra escondía siempre una bota de aguardiente. Fui veloz a buscarla y regresé igual de rápido, demorándome sólo un par de instantes para aligerar un par de tragos la carga.
Mi mujer estaba en el mismo lugar, pero su aspecto había mejorado un poco. Le ofrecí la bota y la tomó muy nerviosa. Bebió un largo trago, se inclinó y comenzó a toser. La guié hacia dentro de la casa y la ayudé a sentarse. Esperé a que se calmara un poco.
– Bien, ya pasó. ¿Estás mejor? ¿Ahora puedes hablar? ¿Sí?
Josefa asintió con la cabeza mientras apartaba la bota a un costado.
–… Estaba forcejeando con el perro… Yo jalaba… Él jalaba… Entonces el pa… pantalón se soltó y comenzó… –su rostro comenzaba a palidecer otra vez – comenzó a bailar… solo… bailaba… y se fue… bailando… al bosque.
Mi cara debió haber estado blanca de asombro. Ella me miró y comenzó a sollozar.
Mi sorpresa dejo paso a la furia.
– ¡Que se lo lleven los diablos, maldito viejo del demonio! ¡Ni muerto nos deja tranquilos! ¡No, si era sabido, viejo sarnoso! ¡Debió hacer pactos con todos los demonios del infierno! ¡Si viera ahora ese pantalón bailando frente a mis narices, seguro le daría una buena patada en el culo!
Mi mujer me miraba boquiabierta. Me acerqué a la puerta. Con un ademán traté de alejar mi fastidio.
– Me voy a la taberna – dije y, aspirando el dulce sabor del tabaco, me encaminé al pueblo.
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