Salgo de mi cabaña y es de noche. La luna está alta y pálida, manchando de azul, en aureolas, a las nubes que la envuelven. Más allá está el bosque, siempre sumido en sombras, pero no esta noche. De allí proviene un viento cálido acompañado por miles de chispas que parecen producto de agitación y lujuria. Y hay luces entre los árboles. Proyectan sombras fantasmagóricas que se retuercen y se mueven a gran velocidad como en una frenética danza. Y hay risas y aullidos. Escucho los alaridos de los árboles. ¡Un incendio! habría gritado, pero no lo hago. Sólo espero, miro, observo. Porque ésta es una manifestación del vigor primigenio que ahora ha renacido con ímpetu, con furia, y se acerca rápidamente. Viene a mi encuentro. Me busca. Siento las ramas de los árboles que se estremecen ante tanto poder y gritan su nombre al aire una y otra vez, con temor. ¡ES HERNE! ¡HERNE! ¡EL AMO HA VUELTO!
Estoy en el infierno porque he sido olvidado. Estoy triste y gris. Poseo mi espíritu porque los bosques me recuerdan aún, pero también olvidarán. Sin embargo los de aquí saben quien soy y por eso soy importante. Conocen los mitos que nacieron de mis andanzas, los terrores que poblaron la mente de los que oían mi nombre, mis salvajes carreras, lujuria, éxtasis, poder. ¡OH, como lo extraño! ¡Como se aleja mi esperanza!
Gris y triste es este infierno. Pisos polvorientos, columnas silenciosas, amplios espacios con aire quieto... nada. Un inmenso muro se halla a mi izquierda. Es sucio y sombrío. Su extensión es infinita, surcada por grietas como cicatrices de tiempos tan antiguos que rondan a la eternidad, más antiguos que cualquiera de las criaturas que habitan dentro de sus confines. Es el Límite, nada más puedo decir sobre ello, sólo que ese muro representa lo incomprensible que me resultan ahora los conceptos de infinito y eterno.
Estoy sentado en un trono. Es el objeto más hermoso de este lugar porque lo hice con mis propias manos. Negra roca en la cual moldeé las formas tan bizarras que la adornan. Son recuerdos de la gloria de días pasados, un pobre homenaje al esplendor de la bella locura que me dominaba. Y esos recuerdos son estiletes que atraviesan mi corazón y no pararé de llorar sangre hasta que quede seco como una hoja marchita. Los apoyabrazos están ya tan desgastados a causa de los arañazos de dolor y frustración, que son los mejores testimonios de mi terrible presente.
A mi derecha hay otros tres tronos, y todos están ocupados. A mi lado está Skelking, envuelto en sus ropajes negros, con su sonrisa impúdica y sus brillantes ojos cargados de una magia antigua y poderosa. He visto en sus facciones aún el macilento reflejo de la luna germana, y en su mirada el deseo de volver a pisar tierra húmeda, y también locura, aunque no más de la que creo que él ve en la mía. Y me agrada ese olor a lluvia y bosque que siempre lo rodea.
Luego está Baal, con sus aires de suficiencia y severidad. Su arrogancia me parece llamativa, en especial por sus enormes alas deformes y ennegrecidas luego de aquella ignominiosa y estrepitosa caída, y su oscura y espesa barba, tan rizada como en los días en que gobernaba el aire y las lluvias que regaban las antiguas tierras cananeas. Tiene su mirada abismal enterrada en la criatura que tiene enfrente, con su semblante velado por sentimientos amargos.
Puedo ver el perfil del delicado rostro de Lillith, que se sienta en el cuarto trono. Su piel es del alabastro más impoluto y contrasta con el sucio gris que nos rodea. Su vestido, tan blanco que casi brilla, captura la vida de luces invisibles perdidas en el recinto. Reflejos celestes destacan su pureza y realzan su exquisita figura. Sus torneadas formas no parecen guardar la realidad de su maligna esencia y, como un embrujo, aprisionan todo mi ser. Mis instintos desatan deseos de lujuria, despertados de recuerdos nebulosos. Ella es madre y amante, cautivadora, sensual. Sus ojos de hielo también están fijos en el desdichado ser que tenemos delante, encerrado en la entrada del laberinto. Ésta comienza con un pórtico vedado por negros barrotes y una sombría y asquerosa antesala que semeja a una celda de la más viciosa de las prisiones. Una discreta abertura da al laberinto. Percibo sus detalles, la mugre oscura que cubre sus muros, y las raíces retorcidas y muertas que asoman por sus grietas.
Detrás de los barrotes la criatura nos observa con malicia y temor. Es cobarde, mezquina y despreciable. Es un hombre-lobo, ni hombre ni lobo, peludo, deforme, repugnante. Sonríe, la escoria. A pesar de su miedo es arrogante, burlesco. Baal lo ha enviado a detener el poder que se está gestando dentro del laberinto, pero la alimaña se ha negado. Prefiere el eterno suplicio que padecerá por su insolencia. Sigue allí, esperando nuestra disposición. Sus facciones desencajadas y su mirada van más allá de la histeria. El horror inefable, negro y viscoso, le pincha en su médula y se inyecta, haciéndolo temblar como un perro.
La criatura no obedecerá, todos lo sabemos. No importarán las amenazas, los engaños o los halagos, su miedo siempre será más tenaz. No entrará al laberinto. El ser que lo habita despertará y no habrá retorno.
“No lo hará” dice Lillith, y es la única que habla. Habla, y su voz perfumada arrebata todos mis sentidos. Veo como las finas sedas de su vestido rozan su tersa piel inmaculada, tan blanca como el mármol más puro. Tan suave como la caricia de una brisa de otoño. Pienso en toda su gloriosa forma agasajada por mis sucias garras. Sus ojos me poseyeron como a un niño dormido. Sus muslos me rodeaban y me hacían arder en lujuria y salvajismo, pero me apaciguaba con su aliento en mi boca. Me transformaba en una bestia sometida a sus pies, pendiente siempre de una mirada, una sonrisa. Lograba que todos mis anhelos, todo el sentido de mi existencia, dependiera sólo de la orden de un dulce y delicado susurro junto a mi oído. Sus brazos me cercaron y fueron más poderosos que la más acérrima de las cadenas que se haya forjado. Me di cuenta de la trampa y me di cuenta de que me gustaba, de que ya era suyo, de que era imposible escapar. Una palabra llegó a mí, inundó mi rostro y cortó mis cuerdas vocales. Calces. Era el nombre que había soñado y ella lo pronunciaba como si siempre lo hubiese conocido. Era como un bautismo, yo, como un cristiano fuerte pero atemorizado. Soy como el unicornio salvaje que, aplacado por el canto de una ninfa, inclina su testuz y espera ser cabalgado. Ella posee una sonrisa que ha turbado al mundo por eones, y yo no fui inmune. Y sus muslos, sólo fueron sus muslos, todo fueron sus muslos. Y su mirada ardiente. Me he ofrecido estoicamente a cumplir el peligroso encargo que no puede llevar a cabo el inmundo hombre-lobo. Sé que está orgullosa de su cachorro.
No sé que hay dentro, que puede causar tanto temor en las más fuertes voluntades infernales, ni hasta donde me guían los umbrosos y retorcidos corredores. ¿Qué acecha en la profundidad de los tormentos de las criaturas más infames? ¿Qué espanto sin nombre debe ser oculto en el centro del más interminable de los laberintos? Mis pensamientos no son de ayuda en estos fríos pasadizos. Ahora debo orientarme por mis instintos de cazador. Son muchos los engendros con los que me he topado y, ya sea que los haya evadido o derrotado, ninguno me ha vencido aún, y se que mi destino se acerca. Soy Herne el Cazador... Herne el Amo... Calces.
Una ciclópea aberración aparece ante mí. Enormes garras, pelos, plumas, oscuridad, y una maldad enloquecedora en sus ojos, eso es todo lo que es. Mis reflejos son rápidos, mis golpes son mortales, pero estos seres no caen. Lo he dejado atrás. Del hombre-lobo no habría sobrevivido ni siquiera un jadeo, pero no importa. En este laberinto no parece importar nada. Ni siquiera Lillith. Las emociones se escapan, como la niebla del viento, y sólo queda el afán de llegar, abrumado y aturdido, como un recuerdo, que también se va diluyendo.
El centro es una vetusta sala. Hay grandes piedras desperdigadas en el suelo. En uno de los extremos veo un pórtico tallado y una cancela, cuyos barrotes erosionados ya no sirven al fin por el que fueron colocados alguna vez, en algún tiempo. Del otro lado sólo percibo tinieblas. Dentro debe estar la bestia. Casi puedo verla agitándose. Debería obstruir la entrada, puedo labrar un nuevo enrejado. Pero sólo me siento en una de las piedras.
Mi mente vuela, y no sé si éstos son recuerdos pero sé que soy yo. Sé que la luna llena está arriba, manchando de azul a las nubes que la envuelven. Sé que es pasto lo que piso y es rocío lo que huelo. Sé que mi corazón palpita porque veo el vuelo de las luciérnagas y siento la brisa tibia que me despeina. Sé que puedo correr y saltar, y que disfrutaré los arañazos de los espinos. Podré bailar y beber, y gozar de la compañía de muchos seres que ríen conmigo. ¡Arderá nuevamente este bosque! ¡Gritaré y haré estremecer la tierra que piso!
Porque vi la temida bestia y la reconocí. Vi lo que había perdido y lo recuperé. Supe que aunque nadie se acuerde de mi, aún existo. Porque alguien debía recordarme y yo me recordé. Percibí mi rostro reflejado en la niebla cuando me iluminó la luna. Evoqué a quien había sido y en ese momento volví a la vida y pude sentir el poder que una vez emanó de mí. Me encargaré de que nadie me olvide nunca más. Me transformaré en mi propio profeta y hablaré de cuando tenía cuernos y me lanzaba a través de los bosques en una frenética carrera acompañado de mis salvajes criaturas, todas envueltas en un desenfreno de horror y lujuria nocturna.
¡El grito de mi garganta y la música de mi flauta jamás se borrarán otra vez de la memoria de los hombres!
¡Me gusta!Me hizo acordar a El Extraño de Lovecraft, pero en un contexto muy diferente. ¡Las imagenes que me genera esto!
ResponderEliminarGracias Sebastián.
ResponderEliminar