martes, 17 de mayo de 2011

Apático relato sobre el fin del mundo

Soy geólogo, pero estos sucesos no pueden ser explicados por la ciencia.

Había notado que la humanidad estaba algo más taciturna. Todos se comportaban como si siguieran la inercia de sus actividades anteriores. Se dejaban llevar por el acontecer, sumidos en profundos pensamientos, como drogados, tratando de entender, tal vez, una nueva situación que apenas era percibida. Eso digo ahora, en ese momento no tenía idea de que estaba pasando.

Fue mientras tomaba muestras de agua de los pozos que los paisanos del paraje de San Miguel, en la desértica Lavalle, utilizaban para beber. En ese momento me hallaba sentado en una vereda de la escuela, donde me habían cedido un aula para estirar mi colchoneta y evitar allí la furia de los jejenes. Mientras me fumaba tranquilo un cigarrillo, una de las niñas del lugar, de unos diez u once años, se me acercó y me preguntó sobre el trabajo que estaba realizando. El hilo de sus meditaciones la llevó a comentarme, luego de muchos minutos de silencio:

 La gente de aquí está rara, muy pensativa. Mi papá hacía muchas cosas durante la tarde, y ahora se queda mirando el sol muy pensativo. Y eso le está pasando a otra gente de aquí también. Usted hace rato que está aquí sentado. Vea, parece que no les importan las cosas como antes.

Mi corazón casi dio un vuelco, por poco, pero navegaba por mansos mares de apatía. Yo había captado el mismo comportamiento en las personas desde hacía un par de meses. Imaginaba que era un estado personal, un acercamiento a sí mismo, o a la locura, pues me parecía como si el mundo se estuviese deteniendo. Pero la afirmación de la niña me confirmaba que algo sucedía. La gente se desapasionaba. Dejaba de sorprenderse, de conmoverse. Se veía lánguida, distraída.

Cuando regresé a mi casa, en lugar de realizar el informe correspondiente al relevamiento de los pozos de agua y llevar las muestras al laboratorio, simplemente opté por dejar todo e ir a acampar a Uspallata. Tal vez para pensar, tal vez para aceptar lo que estaba ocurriendo.

Entré en relación allí, en el camping, con unas chicas italianas que ya hacía unos meses que recorrían América Latina. Las acompañaba un chileno que conocieron en Bolivia, en donde hacía bastante tiempo que residía. El español de las italianas era bastante fluido y nos entreteníamos despreocupadamente, entre cervezas y fasos, aunque continuamente nos abstraíamos en nuestras cavilaciones.

Por instantes, me extraviaba fascinado con la mirada iluminada de una de las italianas. Sentía como si el cielo se abriera en medio de una tormenta y el sol me iluminara directamente. Ojos dorados, como la ventana de una casa calentada por un hogar acogedor, anhelada desde afuera, en medio del frío que llega acompañando a las primeras estrellas de la noche. Me miraba y me invitaba a pasar y yo sólo permanecía estático y encantado, con una sonrisa en la cara.

El chileno me hablaba de la antigüedad y la sabiduría de la cultura Tiahuanaco. Y en ese momento vimos la luz en el horizonte.

Sin sorprendernos la contemplamos. Brillaba como una explosión nuclear, otro sol, una estrella caída. Sus colores me recordaron los ojos de la italiana.

Entonces unas sombras azuladas comenzaron a elevarse en el horizonte. Eran montañas nuevas que surgían, magnánimas, aunque ese cataclismo no producía ningún temblor bajo nuestros pies. Los montes surgían cada vez más cerca, altísimos. Les grité a todos que nos mantuviésemos cerca de los pinos y los eucaliptos. Sus raíces profundas impedirían que nos cayéramos en una grieta cuando alguna montaña se elevara ante nosotros.

Y pasó. El suelo empezó a moverse. Gigantescos trozos de terreno se deslizaron y se elevaron con gran rapidez mientras rotaban y truncaban. Los árboles eran mecidos con ferocidad y, junto a aquella italiana de ojos de sol, nos aferrábamos a uno de ellos. Varias veces estuvimos a punto de perdernos, pero lográbamos mantenernos asidos, con su cuerpo pegado al mío. Perdimos de vista a las demás personas, devoradas tal vez por el terreno indiferente. La montaña se elevó y creció, enorme y franca con nosotros en su cumbre, mirando desde lo alto el nuevo paisaje que se estaba formando.

Ahora estamos juntos en una tierra nueva, más grande. Miramos con una nueva luz en los ojos, con nuestras mentes despejadas. Juntos y listos para forjar unos nuevos lazos que nos unan en nuestra tierra nueva y refundar, como padres, una nueva humanidad.

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2 comentarios:

  1. Asi da ganas de que llegue el fin del mundo para poder perdernos en esos ojos llenos de un nuevo comienzo... la Italiana tiene nombre??? quiero mas cuentos con ella de protagonista!!!

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  2. Jajaja.. La italiana apareció en un sueño. Todo este cuento está basado en un sueño que tuve hace varios años...
    Y como decís, sus ojos dorados son de luz de un nuevo comienzo...

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