Andaba por el bosque y tenía unas exacerbadas ganas de cagar. Pero no había ningún lugar donde dejar con confianza mis partes interiores al descubierto. Donde sea podía ver que un maleficio podía entrarme por el culo. La pesada penumbra envolvía todo el entorno. Rondaba un misterioso y tenebroso suspenso, una energía reptante y al acecho, esperando, observando. No confiaba en ninguna piedra, ni tronco, ni rama retorcida. Deseaba salir de allí, cagar con tranquilidad a la vera de un camino transitado. ¡Pero mi necesidad apremiaba con la mayor urgencia! Caminaba rápido y dirigía mi mirada aquí y allá sin distinguir que demonios integraban cada maraña de formas enroscadas y espesos colores oscuros. Musgo, hojas secas, tierra negra, madera podrida. Pequeñas zonas negras por donde mirara, seguramente ocupadas por pequeños engendros llenos de patas, ojos, pelos y antenas, alas, mandíbulas y asquerosas mucosidades.
Cuando las ganas de cagar ya eran insoportables, desesperado traté de despejar un pequeño lugar barriendo con mi pie. Lo hice en tres o cuatro sitios diferentes sin terminar de convencerme ninguno, hasta que en uno de ellos ya no aguanté más. Me bajé apresurado los pantalones y me agaché, apoyando una mano en el suelo frío y húmedo, clavándome algunos minúsculos palitos rebosados en barro y humus.
Cagué rápido y con miedo. Me limpié con un pañuelo rojo y blanco que tenía a mano y lo arrojé lejos. Me subí los pantalones con un escalofrío.
Miré mi desecho donde lo había dejado, allí, en el suelo de ese lugar desagradable y vivo. Mi bosta ya formaba parte del collage de aquel paraje antiguo y formidable.
Cuando estaba por emprender mi huida de aquel circunstancial defecadero, me detuve un instante para observar el extraño contraste que producía el pañuelo que había usado con el entorno. Una ínfima porción del mundo civilizado, perdida en la espesura salvaje. Lo imaginé cargado de rencor por ser abandonado allí, en medio del odio de los que no comprendían su naturaleza. Entre el acecho y también la indiferencia de los que habitan el bosque.
Caminé rápido entre los rasguños de los matorrales, respirando con agitación, con el único pensamiento, ahora, de salir de allí. Me sentía sorprendido por las ganas de cagar que había tenido hacía un momento. Cualquier idea de demorarme en algún lugar de este bosque me parecía inconcebible. Sin embargo, y casi sin pensarlo, me detuve para inspeccionar la palma de mi mano, la misma que había apoyado en el suelo un poco antes. Tenía allí una roncha abultada y pálida sobresaliendo de mi mano enrojecida. Un minúsculo punto negro se adivinada en medio del grano. ¡Una alimaña me había picado! Aspiré profundo y con fuerza, y después eché a andar de nuevo, dejando escapar un temeroso exabrupto. ¿Qué carajo me había picado? Mis pensamientos se tornaron confusos y desesperados. Mi mano quemaba. Aceleré el paso hasta casi correr, con ojos enturbiados de la angustia.
Tropezando y jadeando, chillando y casi sin esquivar espinas, logré dar con el lindero del bosque, con el campo abierto. Seguí corriendo mucho más, con las sombras del bosque persiguiéndome, hasta caer rendido cerca de un pedrusco. Quedé un rato entre jadeos secos, doblado sobre mí mismo.
Miré en derredor. El cielo nocturno, azul oscuro y vibrante, adornado por una gran luna oculta detrás de enormes y alargadas nubes negras. Las penumbras que secundan al ocaso parecían perdurar en ese halo espectral. Me sentí como en un infierno apagado y frío, solitario, pero poblado de maldades que observan desde lo remoto, en la distancia, en el tiempo, en la locura. Percibía presencias vigilantes, tanto desde los arbustos cercanos como desde algún gigantesco y lejano nubarrón oscuro.
Por momentos me parecía divisar las colosales patas erectas de animales negros, como sombras, pastando o acechando lentamente, pendientes de mí, o ignorándome completamente entre la brisa helada. Enormes caminantes de estas estepas. Espías de la muerte, que observan impávidos con sus imperceptibles y malignos ojos.
Ahí estaban las espantosas criaturas y me sentía insignificante testigo de esta opulencia.
Continué andando, cansado, menospreciado por el viento gélido, burlado por las inmensidades. Caminé a través de esos espacios inconmovibles, con sentimiento lóbrego, hasta dar con la almohada en mi cara, en mi cama. Acomodé las frazadas desparramadas y me sumergí en un sueño profundo.
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