La noche me había
abrazado en la ruta, sin prisa, lánguida e indolente. Cubría mi mente adormecida,
refugiada en las líneas discontinuas de la calzada que eran tragadas por la
camioneta en sucesión cronométrica. De regreso hacia el pozo, con el mandado en
el asiento trasero, los víveres para la semana; me escurría entre campos
agrestes y mutilados por las empresas petroleras.
Las tinieblas se
condensaban a los costados del camino. Los faros de la camioneta eran dos
centellas avanzando decididas por esa enorme y agraviada tormenta de oscuridad.
A veces emergían
abrumadores espectros de la penumbra. Las cigüeñas, terribles aparatos de
bombeo con brutal fuerza mecánica. Péndulos sempiternos, apáticos, inauditos
entre las sombras.
Yo me quemaba en
sueños de mundos quiméricos, habitados por realidades inconcebibles, por
malignas torres hechiceras inspiradas en las espeluznantes torres de
perforación, con sus piletas y sus trailers, comunicadas por secretos accesos
invisibles, perdidos, misántropos. Aldeas y torres, iluminadas con deslumbrante
arrogancia, parecían colgar de la negrura de las desoladas colinas bajo los
nubarrones, mientras encendían con biliosos resplandores aquellas imponentes
barrigas plomizas de dioses megalómanos.
Un instante
sorpresivo quebró mi embelesamiento. Algo saltó hacia el asfalto. Pude ver una
pequeña mole peluda y ágil en una precipitada carrera, tratando de cruzar zigzagueando
el camino delante de mi camioneta veloz y pesada. Escuché un golpe sordo.
Atónito continué mi
viaje durante algo más de un minuto. Una liebre. Mirando el espejo retrovisor juzgué
la conveniencia de regresar para ver el cuerpo del animal o continuar mi viaje.
Ya estaba atrasado y llegaría bien tarde. Más adelante me esperaba un enorme
trecho de caminos enripiados, duros. Desde ya, tendría poco tiempo para
descansar, al día siguiente debía levantarme temprano para comenzar una jornada
ardua de doce horas ininterrumpidas de trabajo frenético. Con un suspiro y un
gesto de impaciencia para con mi naturaleza caprichosa, desaceleré y me orillé.
Di media vuelta y busqué despacio el lugar del accidente. Justo cuando
comenzaba a sospechar que se había alejado, herida tal vez, la localicé luego
de una curva, como un fuego fatuo, reflejando un blanco fluorescente al ser
iluminada por las luces del vehículo. Allí estaba tendida y, ciertamente, aún
estaba viva.
Había logrado
cruzar completamente el pavimento hasta la banquina opuesta. Me quedé sin saber
muy bien que hacer, sentado ante el volante. Sus ojos aterrados me miraban
mientras descendía de la cabina para inspeccionarla. Con sus patas delanteras
intentó escapar, arrastrando apenas algunos centímetros sus patas traseras como
un peso inerte. Su cadera colgaba completamente rota. Y en su mirada, el terror
y el instinto de sobrevivir. Me acuclillé a su lado y nos contemplamos varios
minutos. Su lomo se agitaba, subía y bajaba incesantemente, como un suave
fuelle de piel. Movimientos rápidos, cortos, continuos, al unísono con su
excitable corazón de roedor.
Una mezcla de
vergüenza y piedad. Sólo así podría describir mis emociones en aquellos
instantes filosos de muerte.
Piedad.
Subí a la camioneta
con determinación, pero me licuaba internamente. Sufría por el animal y por el
pavor de presenciar el abismo insondable y oscuro. Di arranque. La liebre se
relajó. Dejó de temblar. Como si de un mutuo acuerdo se tratara me miró
tranquila. Esperó su muerte.
Avancé con la
camioneta. Se estremeció dos veces al
toparse ambas ruedas derechas con el cuerpo. Esgrimí muerte luego de levantarse
la oscuridad sobre el campo. Mis lágrimas arreciaron y me hundí de luctuosos
pensamientos.
Retomé mi camino, en
silencio, mirando las sombras, la luz de los faros.
Las liebres son
estúpidas, tratar de ganarle a la velocidad de un vehículo… ¡Que arrebatadas! ¡Locas,
enajenadas!
Mis meditaciones se
adormecieron con la cadencia de la camioneta y la noche indiferente.
¡Y AHÍ LA VÍ! ¡De
nuevo! ¡Otra liebre! ¿Otra liebre? Surgió del mismo costado y cruzó corriendo
la ruta por delante de las luces blancas. Lo hizo en un instante y lo logró.
¡Esta vez lo logró! Volvió invencible para retar al hombre y sus máquinas y se
perdió por siempre vencedora en la oscuridad.
Hay muchas liebres en el
camino, pensé luego. Por supuesto, lo más probable es que haya sido otra
diferente. Otra carne, otros huesos. Pero en mi alma, la criatura fue la misma.
Mi espíritu atravesó nuevamente el asfalto con ella, vivo y eterno, y saltó por
las colinas negras, debajo y por sobre los poderes del mundo salvaje; la sangre
llenando con fortaleza mis extremidades, corriendo más veloz que la muerte.