“¿Puede sólo una mirada transformar
un anhelo en barro gris y eternidad?”
Era casi la una de la mañana y aún permanecía apoyado sobre el volante con los brazos cruzados. Los vidrios se estaban empañando de a poco, transmutaban la luz de la bombilla del pórtico en una estrella ambarina difusa, apagada. Estaba allí, sin moverme, en la penumbra del interior del auto, pensando, con los ojos fijos en el llavero que colgaba muy quieto del arranque, muy quieto. Podía moverse, podría moverlo ahora, pero no, estaba quieto, como yo. Podía figurarme su personalidad, tranquila y adormilada, o tal vez expectante, listo para actuar en cualquier momento, pero no, no ahora. Estos segundos lo eternizaban en su pausa. Percibía el tiempo como una sucesión de instantes de inmovilidad, como el rollo de una película, cada cuadro un instante perpetuado. Visualicé en mi mente una foto, el momento grabado. La imaginé debajo de un microscopio, apreciando las rugosidades del papel, las fibras vegetales que se entrecruzan teñidas con cáscaras de color, los pequeños microorganismos que proliferan en su superficie, que se mueven, que viven y mueren todo el tiempo. El momento preservado deja entonces de existir, el tiempo es una línea continua que avanza inexorable, perezosa, estrepitosamente.
Di arranque al auto y me fui. Me pareció finalmente que Vito había hecho bien en guardar esas anotaciones de Ezequiel y no exponérselas a nadie. Me perturbaba repensar en tantas cosas que ocurrieron. El cadáver de Ezequiel entre las piedras, besado por las olas de la marea alta, muerto para siempre; y esta carta, como si él volviera para contarme lo que le estaba pasando, desquiciado como nunca había sospechado. De eso habla su última canción. Vito era el que más sabía de todos nosotros que ocurría con Ezequiel. A él lo nombra en su carta, y me la ofreció para leerla:
"De la rama de un árbol de la calle Del Olivo cuelga un alambre en cuyo extremo habitan las imágenes de un espejo. Desde hace mucho que está allí, mecido suavemente por las brisas nocturnas provenientes del mar. Nadie se ha preocupado jamás de quitarlo, ni siquiera de prestarle atención. El espejo no refleja el entorno que lo contiene. Refleja unas miradas constantes, fijas en el tiempo, perpetuas... Hay tantas preguntas aterradoras que asfixian mi cordura.
Frente al árbol hay una verja gris de madera con motas blancas de pintura descascarada. Una puertita da acceso a la vereda que se adentra en el jardín de una casa desvencijada, de dos pisos, madera derruida, encorvada hacia delante, de espalda al acantilado. Desde allí se ve el mar y desde la playa veo la casa. Balbuceo irritado mis canciones, escupiendo a cada rato y caminando perturbado, apretujando la arena que se escurre entre los dedos, echando ojeadas a las grutas del acantilado, oteando el mar, la miseria de la lid entre las gaviotas gritonas, la línea recta del horizonte impasible. No sé de donde surgirá la bestia híbrida, bamboleándose, dejando esbozados largos asteriscos imborrables en la arena. En algún momento se detendrá el tiempo y la estática causará un gran vértigo que me acercará al abismo, a la hendidura donde habita el vacío.
En la casa ensayaba con mi banda. La compró un primo de Vito para tirarla abajo algún día y construir algo, unas cabañas, un cabaret o un castillo, no sé. En una de las habitaciones instalamos todo nuestro equipo. Sólo ensayé allí un día antes de abandonar la banda y que me dejara azotar por las olas de este mar inconmensurable, antes de ser arrojado a la playa inconciente como una concha abandonada.
El horror indecible que derrama las almas de los cuerpos, el tiempo de los amores, las fantasías, los anhelos, los despechos, las tristezas; la cruel bestia, estúpida y malvada, dejando un rastro de nada. Ser testigo de su obra es un don concedido a pocos, a nadie. Bailen mientras la música suene, mientras queden los ecos. No podrán siquiera llorar lo perdido porque nada habrá, tampoco lágrimas, sólo un plomizo devenir de inmutable silencio de vacío.
De esto es mi letra. La escribí en esa casa, con lápiz para que el tiempo la borre rápido como el recuerdo de los desconocidos. Y mientras lo hacía, Vito comentaba algo sobre una de las habitaciones de la casa, sobre las emociones que allí estaban plasmadas. Al principio no le presté atención, pero al verlo con los ojos redondos de tan abiertos, exclamando con paroxismo, y a los demás alejándose azorados de una puerta rancia de vieja, inclinada hacia delante como toda la casa, con esos mismos ojos y con sus bocas abiertas, hizo que me precipitara hacia allí para participar de la conmoción.
Escuché a medias las palabras de Vito tratando de abarcar todas las manifestaciones de locura mientras miraba aquella puerta gris con aquellas dos ventanas llenas de polvo. En la de abajo, como de entre la niebla, asomaba un niño asustado. Un niño verdadero, de carne y hueso, quieto, estático. Pasmado levanté la vista y descubrí que la puerta estaba apenas entornada y que de la rendija afloraban unos dedos largos, finos y grises. En la ventana de arriba vi, ya horrorizado, a una mujer petrificada que me miraba fijamente y me transmitía la violencia de un pavor inimaginable, con ojos sanguinolentos y pupilas contraídas. Detrás, la habitación estaba llena de figuras difusas que apenas pude notar.
Caí de bruces con las manos al piso, jadeando mientras las voces de mis amigos me llegaban como ecos de otra dimensión. Vito se acuclilló a mi lado.
– Ezequiel, ¿estás bien?
Sólo atiné a mirarlo desde el piso, sin sangre en el rostro, y preguntarle:
– ¿Por qué están congelados?
La breve respuesta fue suficiente:
– Por el basilisco."
...
– ¿Vos le dijiste eso?– No –me contestó Vito-. Fue ese día que tuvo una recaída. Vos estabas, ¿Te acordás?
– Sí, me acuerdo.
Anduve por la Avenida Costanera, desierta en la noche. “Del Olivo” me sonaba a “olvido”. Paré ante la casa y me bajé. De los árboles que la celaban no colgaba ningún espejito. Tenía la llave de la puerta del frente, adentro estaban todos nuestros instrumentos y equipos. Ensayábamos desde siempre en esa casa y el primo de Vito nos pidió, después de comprarla, que la siguiésemos ocupando. Subí las escaleras, prendí las luces y entré a la habitación que había sido de Ezequiel. Allí se habían fabricado los encantamientos, nuestras canciones, nuestras tardes. Vender la casa fue para Ezequiel, tal vez, como vender el alma, un alma que se despedazaba. En la puerta del ropero casi se despegaban las fotos estacionadas en los dos espejos alargados. Arriba, su madre, en la cama, rodeada de familiares. Rostro descarnado y ceniciento de la enfermedad, y una última sonrisa con labios apretados. Abajo había un niño con ojos asustados, quizá mirando a través de una ventana a su propio destino, su desgarro.
Me quedé un rato, sentado en el piso, tratando de entender. Y comencé a reír de la broma macabra. ¡La muerte es divertida! ¡Se ha burlado de la humanidad arrogante y pretenciosa, ávida de la memoria, ávida de la permanencia, tanto como para crear basiliscos lisonjeros domésticos! Puntos de luz que se ahogan en un océano negro de olvido. Ezequiel no pescó el chiste. Le grité a su fantasma que lo tomara con humor.