En una región del antiguo estado de Jin, llamada Huanxu, durante el Periodo de Primaveras y Otoños, crecía una planta de té muy especial. No hacía falta regarla y sus delicadas hojas se desarrollaban mejor cuanto más árido era el clima. El sabor de este té fue descripto por Cui Hong en su obra Shiliuguo Chunqiu, aunque el original de este fragmento se encuentra perdido. Cui Hong describe un “sabor inspirador, por el cual se siente como deslizarse sobre nubes a través de los valles”. No se sabe a ciencia cierta si el té producía efectos narcóticos o alucinógenos, pero la tradición oral de la región recuerda su exultante sabor, superior a cualquier otro tipo de infusión.
La característica sobresaliente de esta planta era que sus hojas crecían ya secas y así se retiraban. Una sola gota de agua podía disolverla por completo. Al agregarlas al agua caliente, ésta se tornaba de un color verde-amarillento en forma inmediata y las hojas desaparecían si dejar residuos.
Los habitantes de Huanxu las cosechaban cuidadosamente y las colocaban en cajitas herméticas lacadas interiormente con una resina que importaban del sur y que mantenía su contenido perfectamente impermeable. Estas cajitas ornamentadas eran muy apreciadas en los mercados de Luoyang en los tiempos de la segunda dinastía Han y se exportaba como objeto de valor a otras regiones del mundo.
Luego de la caída de la dinastía Jin, los agitados acontecimientos que la sucedieron impidieron la importación de la resina que mantenía secas las hojas y los artesanos no supieron reemplazarla (cualquier otra técnica no permitía que las hojas perduraran lo suficiente como para su exportación). El consumo del té Huanxu comenzó a ser exclusivamente local, incluso después de la instauración del nuevo orden de Shíliù Guó o de los Dieciséis Reinos. La construcción de los grandes canales por Sui Yangdi y su antecesor Sui Wendi, provocó que la tierra donde se cultivaba esta planta se humedeciera por demás e impidió su cultivo. Se dice que esta tierra era muy especial, pues los intentos de cultivarla en otros lugares jamás dieron resultados favorables. Con la desaparición del té Huanxu, la misma región de Huanxu fue olvidada por el resto del mundo.
martes, 18 de enero de 2011
martes, 11 de enero de 2011
El Monolito
Recuerdo que, en cierta ocasión, me refirieron la historia de un hombre llamado Udipsharri, que, atravesando el ancho desierto con su asno, perdiera la ruta de su caravana. Él era un hombre avezado en los caminos y los desiertos, había dejado muchas huellas en el mundo. Sin embargo vagó durante días enteros en direcciones equivocadas, buscando entre piedras y soles una señal que pudiera orientarlo y le permitiera regresar a su hogar. “Las piedras se mueven en estos parajes desconocidos -se decía sí mismo- y estoy seguro de que el sol y las estrellas no siempre han salido por el este”.
Había racionado su agua y su comida pero poco le quedaba ya. Cuando su asno murió, le sacó el mejor provecho que pudo y abandonó los restos. Ni un solo pájaro surcaba esos cielos distantes. Ni una sola nube calmaba el ardor del peregrino.
Cuando el dios de los vientos jugaba con él con sus remolinos y sus demonios de polvo, su paso se hacía lento, su mirada se acortaba y no podía hacer otra cosa más que esperar a que los socarrones espíritus se apaciguaran.
Después de mucho deambular, Udipsharri encontró buen reparo con el que podía protegerse del impetuoso sol del mediodía. Se sentía realmente desanimado. Sus ojos estaban enturbiados, pero no podía llorar porque no le quedaba líquido en su cuerpo. Así, recostó su espalda sobre la superficie fresca de una enorme roca y esperó.
De pronto advirtió que ante el peñasco en cuya sombra descansaba se erguía un monolito de unos cinco palmos de altura, extrañamente labrado en un material oscuro parecido a la obsidiana, con figuras y símbolos envolviendo toda su superficie. Se incorporó de un salto con el corazón saltándole en el pecho y subió corriendo la cima de la colina más cercana. Su vista escrutadora atisbó esperanzada cada rincón de un erial monótono e infinito hasta el lejano horizonte. Sin conformarse con una frustración regresó hacia el solitario monumento con pasos ansiosos y con mirada ávida. “¡A de ser una fuente de agua!”, exclamó encantado, y especulando con su buena suerte, comenzó a cavar con ímpetu.
Udipsharri escarbó hasta que le sangraron los dedos. Utilizando un guijarro a modo de azadón, había descubierto un palmo más del monolito, y luego la tierra se hacía tan dura como piedra. Adolorido y furioso, lo pateó y comenzó a zarandearlo de un lado a otro con la intensión de arrancarlo de su lugar. Jadeante quedó pero el sudor apenas le humedeció las sienes. Recuperó el aliento durante un minuto y continuó cavando esforzadamente hasta la base, logrando deslizar su mano por debajo. “Ahora sí, pensó, sabré que oculta semejante hito.” Entonces se incorporó, rodeó la roca con sus brazos y, con todas las fuerzas que le quedaban, intentó tumbarla hacia un costado. Pero la piedra permaneció enhiesta, inmutable en su sitio. Se arrodilló sollozando sin dejar de abrazarla y murmuró frases injuriosas contra los dioses, el sol, el viento y el desierto, que le reservaron tan penosa estrella. Metió de nuevo los dedos debajo buscando preferiblemente algo de humedad, y en cambio tocó algo liso, pulido y frío que brotaba del monolito y se enterraba en el suelo.
Muy cansado, y para pensar mejor sobre el insólito descubrimiento, se arrojó otra vez a la sombra y se quedó mirando el oscuro bloque, absorto en sus extraños diseños. “He de estar cerca de alguna fuente”, se dijo. “Si esto está aquí, la civilización no ha estado lejos”. Sintió que su espíritu se animaba de nuevo. Casi podía notar la fresca brisa de su lejano valle trayendo consigo el murmullo de las risas de sus pequeños, el llamado de su esposa, el grito de sus compañeros de caza en el monte.
Dio un respingo al notar en el monolito una rara similitud con el mango de un gigantesco cuchillo, si la cosa tan pulida que había debajo pudiera ser una hoja de metal. Metió nuevamente los dedos debajo de la piedra y ciertamente eso podía ser. Un cuchillo de la altura de un hombre sólo podría pertenecer a un inmenso gigante. Se estremeció y miró hacia todos lados temiendo cruzarse con los monstruosos y furibundos ojos de alguna de aquellas pesadillas que dicen pululan en aquellos apartados y desolados páramos.
El aire lo golpeó y recordó al dios de los vientos. Tal vez el arma no perteneciera a un gigante, tal vez haya sido olvidada por el libre y salvaje dios de los vientos. Su semblante se estiró en una sonrisa mientras recordaba los versos cantados por el sacerdote, que relatan la antigua batalla de los dioses contra el gigante de piedra llamado Ullikummi, concebido sólo por una venganza contra el dios de los vientos. Recordó cuando el sacerdote cantaba la titánica lucha y la impotencia de todas las deidades frente al imbatible coloso. Udipsharri repitió estas palabras en voz alta:
“Ea, el sabio, con mente aguda y sutil, dijo a los venerables y antiguos dioses: ¡He hallado la forma de salvarnos! ¡Cantad los versos arcanos frente a la puerta que guarda los tesoros celestiales y abridla! Así lo hicieron los antiguos y al abrirse la puerta, Ea, con la velocidad del rayo, entró a la bóveda y salió momentos más tarde empuñando el cuchillo mágico que separara en el alba de los tiempos a la tierra de los cielos.”
“Regresó, entonces, a donde se hallaba parado Ullikummi, cortó los pies del monstruo y arrojó el cuchillo al lugar más inhóspito de la tierra, para que nadie pudiera repetir su proeza. El monstruo cayó estrepitosamente a las profundidades del mar, y el dios de los vientos, y toda su hueste, lo rodearon con júbilo y lo hicieron pedazos como a una vasija de barro.”
Udipsharri no caía en su asombro ante la vista de la poderosa reliquia. Se acercó de rodillas, balbuceante, y apenas tocó el oscuro mango con las yemas de sus dedos cayó envuelto en un afiebrado éxtasis. La Daga del Inicio del Tiempo. La que, empuñado por el Creador de Todas las Cosas, separó al Firmamento, la mansión de los dioses, de la Tierra por la que caminan los hombres y las bestias. Había encontrado la Esencia de lo Divino, y estaba allí, absolutamente verdadera, real. A él, un mísero y despreciable ser terrenal, le era otorgada la inmerecida dignidad de ser testigo del Instrumento de la Obra del Omnipotente. Se quedó tendido, convulsionado, mientras su mente vivificaba todas las historias que escuchara del sacerdote y toda su existencia hasta ese momento de goce seráfico. Pero su cuerpo dejó de temblar. Un sudor frío apareció en su sien al comprender lo que este descubrimiento significaba. Irguió su espalda, miró en derredor, a aquel erial desolado, y se sumió en una profunda melancolía. La única verdad que ahora discernía era que ya nunca, nunca volvería a su hogar.
Con los ojos marchitos siguió el trayecto del sol hasta que éste se ocultó tras las desnudas colinas.
Había racionado su agua y su comida pero poco le quedaba ya. Cuando su asno murió, le sacó el mejor provecho que pudo y abandonó los restos. Ni un solo pájaro surcaba esos cielos distantes. Ni una sola nube calmaba el ardor del peregrino.
Cuando el dios de los vientos jugaba con él con sus remolinos y sus demonios de polvo, su paso se hacía lento, su mirada se acortaba y no podía hacer otra cosa más que esperar a que los socarrones espíritus se apaciguaran.
Después de mucho deambular, Udipsharri encontró buen reparo con el que podía protegerse del impetuoso sol del mediodía. Se sentía realmente desanimado. Sus ojos estaban enturbiados, pero no podía llorar porque no le quedaba líquido en su cuerpo. Así, recostó su espalda sobre la superficie fresca de una enorme roca y esperó.
De pronto advirtió que ante el peñasco en cuya sombra descansaba se erguía un monolito de unos cinco palmos de altura, extrañamente labrado en un material oscuro parecido a la obsidiana, con figuras y símbolos envolviendo toda su superficie. Se incorporó de un salto con el corazón saltándole en el pecho y subió corriendo la cima de la colina más cercana. Su vista escrutadora atisbó esperanzada cada rincón de un erial monótono e infinito hasta el lejano horizonte. Sin conformarse con una frustración regresó hacia el solitario monumento con pasos ansiosos y con mirada ávida. “¡A de ser una fuente de agua!”, exclamó encantado, y especulando con su buena suerte, comenzó a cavar con ímpetu.
Udipsharri escarbó hasta que le sangraron los dedos. Utilizando un guijarro a modo de azadón, había descubierto un palmo más del monolito, y luego la tierra se hacía tan dura como piedra. Adolorido y furioso, lo pateó y comenzó a zarandearlo de un lado a otro con la intensión de arrancarlo de su lugar. Jadeante quedó pero el sudor apenas le humedeció las sienes. Recuperó el aliento durante un minuto y continuó cavando esforzadamente hasta la base, logrando deslizar su mano por debajo. “Ahora sí, pensó, sabré que oculta semejante hito.” Entonces se incorporó, rodeó la roca con sus brazos y, con todas las fuerzas que le quedaban, intentó tumbarla hacia un costado. Pero la piedra permaneció enhiesta, inmutable en su sitio. Se arrodilló sollozando sin dejar de abrazarla y murmuró frases injuriosas contra los dioses, el sol, el viento y el desierto, que le reservaron tan penosa estrella. Metió de nuevo los dedos debajo buscando preferiblemente algo de humedad, y en cambio tocó algo liso, pulido y frío que brotaba del monolito y se enterraba en el suelo.
Muy cansado, y para pensar mejor sobre el insólito descubrimiento, se arrojó otra vez a la sombra y se quedó mirando el oscuro bloque, absorto en sus extraños diseños. “He de estar cerca de alguna fuente”, se dijo. “Si esto está aquí, la civilización no ha estado lejos”. Sintió que su espíritu se animaba de nuevo. Casi podía notar la fresca brisa de su lejano valle trayendo consigo el murmullo de las risas de sus pequeños, el llamado de su esposa, el grito de sus compañeros de caza en el monte.
Dio un respingo al notar en el monolito una rara similitud con el mango de un gigantesco cuchillo, si la cosa tan pulida que había debajo pudiera ser una hoja de metal. Metió nuevamente los dedos debajo de la piedra y ciertamente eso podía ser. Un cuchillo de la altura de un hombre sólo podría pertenecer a un inmenso gigante. Se estremeció y miró hacia todos lados temiendo cruzarse con los monstruosos y furibundos ojos de alguna de aquellas pesadillas que dicen pululan en aquellos apartados y desolados páramos.
El aire lo golpeó y recordó al dios de los vientos. Tal vez el arma no perteneciera a un gigante, tal vez haya sido olvidada por el libre y salvaje dios de los vientos. Su semblante se estiró en una sonrisa mientras recordaba los versos cantados por el sacerdote, que relatan la antigua batalla de los dioses contra el gigante de piedra llamado Ullikummi, concebido sólo por una venganza contra el dios de los vientos. Recordó cuando el sacerdote cantaba la titánica lucha y la impotencia de todas las deidades frente al imbatible coloso. Udipsharri repitió estas palabras en voz alta:
“Ea, el sabio, con mente aguda y sutil, dijo a los venerables y antiguos dioses: ¡He hallado la forma de salvarnos! ¡Cantad los versos arcanos frente a la puerta que guarda los tesoros celestiales y abridla! Así lo hicieron los antiguos y al abrirse la puerta, Ea, con la velocidad del rayo, entró a la bóveda y salió momentos más tarde empuñando el cuchillo mágico que separara en el alba de los tiempos a la tierra de los cielos.”
“Regresó, entonces, a donde se hallaba parado Ullikummi, cortó los pies del monstruo y arrojó el cuchillo al lugar más inhóspito de la tierra, para que nadie pudiera repetir su proeza. El monstruo cayó estrepitosamente a las profundidades del mar, y el dios de los vientos, y toda su hueste, lo rodearon con júbilo y lo hicieron pedazos como a una vasija de barro.”
Udipsharri no caía en su asombro ante la vista de la poderosa reliquia. Se acercó de rodillas, balbuceante, y apenas tocó el oscuro mango con las yemas de sus dedos cayó envuelto en un afiebrado éxtasis. La Daga del Inicio del Tiempo. La que, empuñado por el Creador de Todas las Cosas, separó al Firmamento, la mansión de los dioses, de la Tierra por la que caminan los hombres y las bestias. Había encontrado la Esencia de lo Divino, y estaba allí, absolutamente verdadera, real. A él, un mísero y despreciable ser terrenal, le era otorgada la inmerecida dignidad de ser testigo del Instrumento de la Obra del Omnipotente. Se quedó tendido, convulsionado, mientras su mente vivificaba todas las historias que escuchara del sacerdote y toda su existencia hasta ese momento de goce seráfico. Pero su cuerpo dejó de temblar. Un sudor frío apareció en su sien al comprender lo que este descubrimiento significaba. Irguió su espalda, miró en derredor, a aquel erial desolado, y se sumió en una profunda melancolía. La única verdad que ahora discernía era que ya nunca, nunca volvería a su hogar.
Con los ojos marchitos siguió el trayecto del sol hasta que éste se ocultó tras las desnudas colinas.
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